CRÓNICA POR ENTREGAS

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(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

miércoles, 8 de septiembre de 2010

4- No hay nada más lindo que la familia unita...

Los niños son personas, no cosas.

Puede parecer una obviedad afirmar esto, pero todo indica que son muchos los adultos que olvidan con frecuencia esta obviedad.

Que un niño sea persona significa que tiene su propia individualidad, es decir sus propios gustos y -ante todo- sus propios sentimientos.

¿A qué viene este preámbulo de tono filosófico? A que nunca perdí de vista que, al margen de nuestras diferencias de edad biológica y mental, Ariel y yo éramos, básicamente, dos personas y que, en consecuencia, nuestro vínculo estaría sujeto a todas las vicisitudes que pueden moldear los contactos que se establecen entre personas. Siempre tuve claro que mi relación con él no debía ser forzada. No nos unía ningún lazo de sangre (exceptuando el hecho fortuito y simpático de que ambos poseemos idéntico grupo sanguíneo), por lo tanto no existía condicionamiento alguno que nos obligara a querernos. Yo podía caerle bien, o no, y viceversa. Si se daba lo primero, mejor; si se daba lo segundo... bueno, si se daba lo segundo habría que ver.

Mi acercamiento hacia Ariel fue gradual y cauteloso. Estuvo enmarcado, además, en tres mandamientos de oro:

# No pretenderás reemplazar al padre del hijo de la mujer que sale contigo

# No hablarás mal del padre del hijo de la mujer que sale contigo delante del hijo de la mujer que sale contigo

# No sobornarás al hijo de la mujer que sale contigo apelando al vil recurso de comprar su cariño con regalos espectaculares

En los albores de mi relación con Marcela (hacía tres meses que salía con ella), Ariel y yo nos veíamos realmente poco, apenas un rato los sábados a la noche cuando la pasaba a buscar y lo llevábamos a la casa de sus abuelos. Yo le preguntaba cómo le había ido en la escuela (no mucho para que no me tomara por un plomazo insoportable), le hacía chistes tontos (bah, los mismos que suelo hacer ahora, sólo que en esa época le parecían graciosos), o comentábamos alguna película que habían pasado por la tele. A veces, mientras Marcela terminaba de arreglarse, Ariel traía algún juguete -por lo general, sus autitos- y me involucraba en sus actividades lúdicas sin preguntarme si quería participar. Nuestros juegos seguían siempre el mismo esquema general: él tomaba su autito preferido, me daba el que menos le gustaba (por suerte, no era el famoso autito azul que le había regalado para el cumpleaños), y entonces comenzábamos a perseguirnos por toda la mesa, con el excluyente objetivo de destruirnos por completo, ya que éramos enemigos irreconciliables entre los cuales no había lugar para la piedad. A lo largo de tan desenfrenada carrera, chocábamos varias veces nuestros respectivos vehículos (en realidad, Ariel siempre me chocaba a mí), e intercambiábamos feroces amenazas (en realidad, yo me limitaba a formular exclamaciones políticamente correctas del tipo "ríndete, maldito"; en cambio Ariel no se privaba de gritarme "te aniquilaré, sucio gusano mal nacido", y otras dulzuras por el estilo). El juego concluía, lógicamente, con una aplastante victoria de su parte, que solía incluir una exigencia de rendición incondicional tan desmedida que su sola enunciación le hubiese provocado un ataque de pudor al más recalcitrante general de cualquier potencia imperialista.

El asunto es que, un poco a través del humor, y otro poco a través de esas encarnizadas batallas automovilísticas, Ariel me fue tomando cariño. Es más, para gran asombro de mi parte, se me hizo evidente que empezaba a necesitar mi presencia. En tal sentido, una noche se produjo una circunstancia insólita; cuando Marcela y yo estábamos a punto de salir, Ariel empezó a hacer un berrinche inexplicable. Más extrañada que enojada ante su mal comportamiento, Marcela lo retó e intentó sonsacarle el motivo de su actitud. Bastaron un par de minutos de interrogatorio para llegar a la desconcertante verdad: Ariel estaba contrariado, sí, pero no porque su madre se iba sin él, sino porque yo me iba sin él. Mientras Marcela y sus padres contemplaban azorados la escena, me puse a su lado en cuclillas, le acaricié amorosamente la cabeza y, para que se calmara, tuve que prometerle que otro día saldríamos los tres juntos. E, increiblemente, se calmó. "¡Lo que faltaba!", me dijo después Marcela, ya en la calle, "¡ahora resulta que en vez de celar a su propia madre, te cela a vos! ¡He pasado a ser la tercera en discordia!".

No puedo negar que la reacción de Ariel generó en mí una satisfacción tan enorme como egocéntrica. Pero por otro lado, me causó bastante miedo. ¿Y si ese pobre chico estaba viendo en mí a un posible padre? ¿Cómo sacarlo del error sin lastimarlo? ¿Cómo explicarle que yo era un tipo soltero que no quería complicaciones? ¿Qué sabía yo de criar hijos? ¿Qué sabía yo de criar hijos que uno no ha traído al mundo? ¿Cómo iba a hacer yo para criar un hijo si a duras penas podía afrontar mis propios problemas? En suma, ¿cómo iba yo a cometer la enorme irresponsabilidad de asumir la enorme responsabilidad de criar a un niño?

¡Oh, la negligencia de las madres! Se pasan nueve meses fabricando un producto y después lo lanzan al mercado sin adjuntarle siquiera un mínimo manual de uso...

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: No hay nada mas lindo que la familia unita ... (2da parte)

2 comentarios:

  1. 1° El mito de la sangre a sido desmentido en base a varios (y consecutivos) analisis.
    2° Nunca desestimes el poder de un regalo espectacular!!!

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  2. 1° La humanidad necesita de los mitos tanto o más que de las verdades. Ya los antiguos griegos...
    2°) Ya lo dijo el filósofo Garbarino: "Una Play Station vale más que 1000 palabras".

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