CRÓNICA POR ENTREGAS

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(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 2 de septiembre de 2010

El señor que sale con mamá (2da parte)

Desde luego, esta flamante política de transparencia tranquilizó notablemente a Marcela que, de ese modo, se veía liberada de la incómoda tarea de tener que inventar excusas. A mí, en cambio, me llenó de temores. Más bien, de pavor. Y es que, apenas Marcela me pidió que el fin de semana siguiente la pasara a buscar por su casa, cobró vida mi fantasía neurótica recurrente respecto de este tema. Es decir, la posibilidad de que Ariel me rechazara, me despreciara, me vituperara, me vilipendiara. En suma, que me odiara con ese odio visceral que sólo puede sentir un niño.

Me bastaba imaginar la escena para que un cangrejo virtual apareciera de inmediato en el interior de mi cuerpo, empeñado en atenazarme la boca del estómago. Y como la imaginación no es precisamente un don que me falte, había construido mentalmente la dramática situación hasta en sus últimos detalles. Yo entraría a la casa con el ánimo turbio de quien camina resignado hacia el cadalso, y saludaría poniendo una cara de "yo no fui" que no podría conmover a ningún verdugo. Marcela miraría a Ariel con una sonrisa cargada de tensión y le confirmaría a su hijo que, efectivamente, yo era el señor que salía con ella. Entonces, Ariel me dedicaría una mirada fulminante y, con el rostro desencajado por la ira, gritaría: "Nunca, nunca, nunca te querré, maldito advenedizo". Luego, se lanzaría hacia mí con violencia y, preso de un ataque de nervios, descargaría un vehemente puntapié en mi rótula derecha, saldría corriendo hasta su cuarto y se encerraría allí sin dejar entrar a nadie para quedarse llorando desconsoladamente durante horas. Marcela, mortificada, no sabría cómo pedirme disculpas, correría detrás del párvulo y yo, reconociendo la catastrófica derrota, abandonaría la escena triste, solitario y final. Y rengueando, claro.

Por supuesto, los hechos se desarrollaron aquella noche de manera mucho menos telenovelesca. Ariel me saludó con naturalidad cuando llegué y no hizo ningún comentario descalificador hacia mi persona. Tampoco demostró un comportamiento conflictivo mientras lo llevábamos hasta la casa de sus abuelos maternos. El problema surgió cuando, una vez allí, Marcela quiso despedirse de él y Ariel prorrumpió en un llanto súbito y feroz. Llanto originado -según alcanzó a fundamentar entre sollozo y sollozo- en el hecho de que no quería que su madre se fuera. Marcela lo abrazó, lo colmó de mimos y, dando por descontada mi aprobación -¿qué otra cosa iba a hacer yo frente a semejante panorama?- le dijo que si él se lo pedía, ella se quedaba. Satisfecho al parecer con la primera parte del remedio, Ariel recuperó paulatinamente la compostura y, actuando como un ser maduro, le aseguró a su madre que eso no sería necesario. De manera que, debidamente abonado el Impuesto a la Madre Separada, el pequeño incidente quedó atrás y pudimos salir sin inconvenientes. Marcela respiró aliviada por su hijo. Yo, por haber conservado la integridad de mi estructura ósea.

Desde esa oportunidad, Ariel no volvió a hacer problemas por nuestras salidas.

Vaya uno a saber; quizás le resulté confiable.

O tal vez pensó en los litros de gaseosa y los kilos de chizitos que, gracias a mi existencia, podría ingerir sábado tras sábado, lejos del control materno.



CONTINUARÁ

Próximo capítulo: No hay nada más lindo que la familia unita...

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