CRÓNICA POR ENTREGAS

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jueves, 16 de septiembre de 2010

6- Padre cama afuera

Entrado ya el año siguiente, mi relación con Marcela se volvió mucho más sólida y eso tuvo su correlato semántico: Marcela dejó de ser "la chica que sale conmigo" para pasar a ser "mi novia". Esto no significa que hayamos caído en las crueles garras de la formalidad (¡juira, bicho!), sino que la relación adquirió cierto costado doméstico del que hasta entonces había carecido. Ya no nos limitábamos a encontrarnos para salir los fines de semana, sino que se hizo habitual que yo apareciera por su casa también de lunes a jueves para cenar juntos (bueno, ya sé, no sólo para cenar, pero no hay por qué andar siendo tan explícito, caramba).

Obviamente, ese cambio en nuestras costumbres incidió también en mi relación con Ariel. Por decirlo de un modo gráfico, en cuestión de meses me transformé en una especie de "padre cama afuera". Ya no se trataba sólo de compartir juegos durante un rato o de salir de vez en cuando a comer hamburguesas. Yo llegaba a las ocho y media de la noche, lo ayudaba con la tarea de la escuela y jugábamos al "Dominó con Animalitos" o a algún otro juego de mesa. Si todavía no había comido, le "hacía pata", diversión casera que consistía en agarrarlo de los pies y tenerlo un rato suspendido cabeza abajo, cosa que a él le divertía muchísimo y a mí me dejaba la cintura a la miseria. Después cenábamos y seguíamos jugando otro rato o mirábamos la tele. Cerca de la medianoche, llegaba la hora de dormir y, con ella, un hábito que con el correr de los meses terminó transformándose en un rito esencial: Ariel se acostaba, me pedía un vaso de agua mezclado con soda, yo iba hasta la cocina, se lo preparaba y se lo llevaba. Después lo arropaba, me sentaba un rato en su cama y le daba el beso de las buenas noches. Claro que luego debía sortear un duro obstáculo: lograr que me permitiera retirarme de su lado. Sucede que noche tras noche, Ariel se las ingeniaba para mantenerme junto a él durante unos minutos extra. Por lo general, me agarraba de la mano o de las piernas y se negaba a soltarme. Y cuando, agotada la instancia diplomática, yo apelaba al esfuerzo físico, lograba al fin deshacerme de su acoso y ponerme de pìe, el muy bribón recurría a vías más indirectas y sacaba de golpe los temas de conversación más insólitos con tal de retenerme un rato más. Así, era habitual que yo debiera afrontar preguntas extravagantes del tipo "¿cuál es tu dinosaurio preferido?".

A algunos de mis amigos, la paternidad los había transformado hasta volverlos irreconocibles. Era todo un espectáculo comprobar cómo los mismos atorrantes que antes se vanagloriaban de su licenciosa vida nocturna, ahora se pasaban el dato de las farmacias donde podían conseguirse los pañales descartables a mejor precio. Pero si a ellos la paternidad biológica los había cambiado radicalmente, a mí esta flamante paternidad cama afuera me volvió un sujeto exótico. Más bien diría que me convirtió, lisa y llanamente, en un extraterrestre, puesto que no tenía con quien cotejar ciertas vivencias. No era sólo cuestión de que yo quedaba al margen del tema de los pañales. Sucedía que mientras los bebés de mis amigos concurrían a jardines maternales y/o guarderías, mi hijo ya iba a la primaria. Mientras ellos llevaban a sus hijos al pelotero, yo llevaba al mío al cine y a los videojuegos. Mientras los acercamientos de sus hijos con el sexo opuesto daban lugar, a lo sumo, a bromas inocentes, yo ya estaba por llegar a ese punto en que los acercamientos de Ariel a sus compañeritas me harían temer la posibilidad de llegar a ser abuelo antes de terminar de ser padre.

Por lo demás, y al margen de esta ajenidad que me confería frente a mis amigos, el ejercicio de este rol inédito constituyó para mí una vertiginosa vuelta a la infancia. Una vuelta bastante melancólica, por cierto, como cuando uno regresa a un lugar después de mucho tiempo y oscila entre la emoción de reencontrar ciertos olores y paisajes, y el desasosiego que provoca el comprobar que algunas cosas han cambiado o no se ajustan al recuerdo que uno guardaba de ellas. Palabras como "papel satinado", "cartulina", "etiqueta", "ojalillos", "lámina", "guardapolvos" o "cuaderno de comunicaciones" volvieron a poblar mis conversaciones cotidianas. Volví a comprar la revista Anteojito (y a reincidir en la lectura de "Pi-Pío" y "Pelopincho y Cachirula"). Visité pediatras y odontólogos especializados en niños. Concurrí a reuniones de padres en el club y a actos escolares. Asistí a circos y a funciones de matineé. Me volví especialista en personajes y argumentos de dibujitos animados. Monté subibajas, hamaqué y fui hamacado. Jugué al 25 y al gol-entra. Empuñé nuevamente manijas de metegol e intenté operar joysticks (sin mucho éxito; en el Super Mario nunca pude saltar el segundo precipicio).

Lo curioso no es que lo haya hecho "sin saber el oficio", como canta Serrat. Lo curioso, teniendo en cuenta la estructura neurótica de mi personalidad, es que haya sobrevivido a semejante transformación sin necesidad de recurrir a psicólogo alguno.

A decir verdad, más inexplicable aún es que -dentro de todo- semejante aventura haya terminado bien.

Al menos, que yo sepa, hasta ahora la conducta de Ariel no ha manifestado signos que permitan sospechar que estamos en presencia de un asesino serial.


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Día del Padre: ¿y ahora qué hacemos?

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