CRÓNICA POR ENTREGAS

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(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 9 de septiembre de 2010

No hay nada más lindo que la familia unita (2da parte)

A las tres reglas de oro ya mencionadas, habría que sumar otras tres (que, en realidad, deberían aplicarse a toda relación afectiva):

# Nunca le mientas al hijo de la mujer que sale contigo

# Nunca le hagas promesas al hijo de la mujer que sale contigo si no estás seguro de poder cumplirlas

# Nunca desmientas con tus actos lo que predicas con tus palabras ante el hijo de la mujer que sale contigo

De modo que, para comportarme de manera coherente con mis principios, me preocupé por cumplir cuanto antes con el compromiso asumido. Así fue como apenas un par de semanas después, un viernes a la salida del trabajo, pasé por la casa de Marcela y y acordamos ir los tres a un bar cercano, a comer hamburguesas.

Ariel estaba exultante, supongo que un poco por la novedad y otro poco porque el muy taimado sabía que era aquella una de esas infrecuentes e inmejorables oportunidades de la vida en que un niño puede pedir lo que quiera sin temor a sufrir rotundas negativas. Tan contento estaba, que apenas traspasamos la puerta de calle se ubicó entre Marcela y yo, y con toda naturalidad se tomó de nuestras manos al caminar. Cuánta habrá sido la ternura que emanaba de aquella escena que, al vernos pasar, una vecina de Marcela no tuvo mejor idea que resumirla diciendo: "¡Ay, qué linda familia: la mamá, el nene y el papá!". Sentí que se me congelaba la respiración. Experimenté un profundo deseo de tomar la yugular de la mujer y enrollársela alrededor del cuello cual bufanda. Sin necesidad de mirarla, supe que Marcela estaba teniendo idénticos pensamientos homicidas. No obstante, en un alarde descomunal de diplomacia, nos limitamos a sonreírle, sin emitir comentario alguno sobre su exclamación, tan audaz como desafortunada. Por suerte, tampoco Ariel hizo ningún comentario al respecto.

No fue ése, sin embargo, el último sobresalto de la jornada. Apenas entramos al bar, escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Giré la cabeza en dirección a la voz y descubrí a los Rodríguez, unos antiguos vecinos míos, ubicados en la mesa que estaba al lado de la puerta. "¿Saliendo con la familia?", inquirió-afirmó don Rodríguez con su proverbial amabilidad, y otra vez me agarró la apnea. Evalué la situación en una décima de segundo y consideré inconveniente ponerme a dar explicaciones, de modo que sonreí y asentí con la cabeza mientras los saludaba con la mano, sin detener mi marcha. Me bastó esa rápida ojeada para apreciar el estupor dibujado en el rostro de la mujer. No era para menos: la última vez que nos habíamos visto (el verano anterior), yo me había declarado soltero y ahora resultaba que estaba casado y con un hijo de 7 años. Recordé que la señora de Rodríguez padecía una incipiente arterioesclerosis, y me sentí infinitamente culpable por haber contribuido a incrementar su confusión.

Cuando me senté, todavía estaba algo alterado. ¿Es que aquella noche todo el mundo estaba dispuesto a hacerme formar una familia? Afortunadamente, los aspectos neuróticos de mi personalidad no incluyen la paranoia; de lo contrario es seguro que habría encontrado, en esa suma de coincidencias, los sospechosos signos de una confabulación a nivel planetario. Aún así, confieso que cuando el mozo se acercó a nuestra mesa, temí que viniera a ofrecerme las alianzas.

Al margen de estos sacudones iniciales, la pasamos muy bien en aquella primera salida tripartita. Previsiblemente, Ariel aprovechó la oportunidad y pidio tres hamburguesas (de las cuales comió sólo dos y media) y dos botellas de Coca. Estuvo sumamente locuaz (al menos, en los momentos en que los sucesivos bocados de carne se lo permitían). Habló de dinosaurios y de perros, de la escuela y de sus abuelos, de autos y de fútbol. Al cabo de una hora, dijo que quería volver a su casa, y también en este aspecto rendimos pleitesía a su monárquica autoridad.
Esa noche, al despedirnos, imbuído de espíritu docente, quise dejarle en claro a Ariel el valor de la palabra empeñada.

-¿Viste que cumplí con mi promesa?- le dije, no exento de cierto orgullo.
Sin acusar recibo de la enseñanza ética impartida, Ariel acotó:

-Otro día tenemos que salir vos y yo solos.

-¿Cómo, solos?- protestó Marcela. -¿Y mamá?

Entonces fue Ariel quien apeló a su espíritu docente.

-Ay, mami, ¿no sabés que hay cosas que sólo se pueden hablar entre hombres?

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pero en el fondo me quiere

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