CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 30 de septiembre de 2010

Pedagogía I (2da parte)

Ariel no era la excepción a esta regla. Iba a segundo grado, tenía excelentes notas, y sin embargo preguntarle si "húmedo" se escribía con h o sin h era casi tan improductivo como pedirle que tradujera un texto del sánscrito al arameo. Obvio es decirlo, insistir en la necesidad de que aprendiera las reglas ortográficas chocaba con el sentido común: ¿cómo íbamos a ser tan desconsiderados de exigirle algo que la escuela no le exigía?

De modo que había que hacer un trabajo sumamente discreto, casi digno de un espía, para que Ariel no advirtiera la velada intencionalidad que encerraban ciertos actos. Y para ello, nada mejor que una competencia de insultos.

Yo solía bromear de vez en cuando con él utilizando una terminología un tanto estrambótica y hasta un poco arcaica. Por ejemplo, a un pedido suyo de dinero para comprar un chocolatín podía contestarle con un "a fuer de sinceros, mi querido párvulo, no entiendo a santo de qué viene esa compulsión tuya hacia los derivados industriales del cacao". A Ariel le causaba gracia y quería seguirme el juego, claro que para eso le faltaba vocabulario. Entonces yo espoleaba su amor propio y le decía "andá, a vos no te sale como a mí", lo cual lo exasperaba y lo conducía a retrucarme con alguna palabra que él consideraba agresiva. "No, no, así no sirve", sentenciaba yo. Entonces buscaba el diccionario, lo abría al azar, apoyaba mi dedo y le leía la palabra que había quedado justo sobre mi uña. "¿Sabés lo que pasa?, que vos sos un ... cerúleo", le decía y, acto seguido, leía en voz alta el significado del vocablo. Él me sacaba el diccionario de las manos (reléase lo que acabo de escribir) y reiteraba a su vez la operación: "Y vos, sos un ... nictálope". Yo retrucaba con "Vos tenés cara de ... protervo", y así hasta el agotamiento. Como se verá, el jueguito traía aparejada la inclusión de numerosas palabras nuevas en nuestro léxico y llevaba a Ariel a un trato amistoso con el diccionario que difícilmente le hubiese podido inculcar de otro modo.

Ni hablar, entonces, de la revolución que se produjo en su cabecita cuando una lluviosa tarde de domingo le demostré que una buena manera de matar el tiempo con un diccionario en la mano consistía en buscar en él todas las malas palabras habidas y por haber. A su decepción inicial por no encontrar algunas de las palabrotas más usuales, le siguió un entusiasmo arrollador al comprender de una vez y para siempre no sólo que había numerosísimas maneras de insultar a alguien, sino que además era posible hacerlo sin que el destinatario del insulto pudiera confirmar si efectivamente había sido insultado o no. El éxito de esta estrategia fue tan rotundo que esa noche debí interceder para que Marcela no se comiera crudo a Ariel cuando éste le dijo, muy suelto de cuerpo: "Mami, tu novio es un vástago de meretriz".

Desde esa vez, en más de una oportunidad lo escuché discutir con sus amigos apelando a descalificaciones tan terminantes como exóticas, del estilo "¡primogénito de hetaira!".

Por suerte para su integridad física, los otros no entendían cabalmente lo que les estaba diciendo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la chancleta como instrumento de catarsis

martes, 28 de septiembre de 2010

8- Pedagogía I

Es probable que algunos lectores desprevenidos se hayan acercado a estas páginas en la creencia de que era éste un libro de autoayuda onda "Cómo sobrevivir al hijo de tu novia" o "Las siete reglas de la Sabiduría Zen para encarar a una separada con hijos". En ese caso, este capítulo resultará absolutamente inútil, pues es de suponer que hace rato que dichos lectores abandonaron decepcionados la lectura del mismo.

No obstante, a aquellos que todavía siguen allí, frente a esta frase, seguramente les serán de utilidad estos modestos consejitos pedagógicos extraídos de mi experiencia.

Cómo ejercitar a un niño en Matemáticas
Seguir de cerca las andanzas escolares de Ariel me permitió comprobar el alarmante descenso producido en el nivel de la educación argentina. Me resultaba increíble ver cómo Ariel transitaba victorioso la escuela primaria sin manejar ciertas nociones básicas cuyo desconocimiento, en mi época (es decir, sólo un par de décadas atrás) hubiera decretado lisa y llanamente, la obligación de repetir el año.

Por ejemplo, cuando yo iba a primer grado, el que al final del año no sabía sumar y restar a la perfección no podía pasar a segundo. Y cuando iba a segundo, el que al final del año no sabía las tablas de multiplicar a la perfección no pasaba a tercero. Pues bien, Ariel iba a segundo, tenía excelentes notas, y sin embargo preguntarle cuánto era 6 por 7 equivalía casi a pedirle que resolviera complejas ecuaciones algebraicas. Obvio es decirlo, insistir en la necesidad de que aprendiera las tablas chocaba con el sentido común: ¿cómo íbamos a ser tan desconsiderados de exigirle algo que la escuela no le exigía?

De modo que había que hacer un trabajo sumamente discreto, casi digno de un espía, para que Ariel no advirtiera la velada intencionalidad que encerraban ciertos actos. Y para ello, nada mejor que apelar al juego. Eso sí, con la debida prudencia, porque los juegos podrán servir para muchas cosas, pero antes que nada, son eso: juegos. Y tampoco es cuestión de confundir los tantos y caer en el fundamentalismo didáctico.

A Ariel le encantaban los juegos de mesa. Pues bien, el primer paso fue una etapa intensiva de escobas de 15. Como mi paciencia es amplia pero no infinita, para que los partidos no resultaran tan aburridos y previsibles, propuse hacerle algunas variaciones al juego y así fue como nació la escoba del 17. Luego llegó la del 19, la del 21, y así sucesivamente, hasta que terminamos una tarde jugando una delirante (y desesperante) escoba del 45. A los que desconfían de la eficacia de este método, sólo les digo una cosa: imagínense con tres cartas en la mano y veinte sobre la mesa calculando cómo hacer para que la suma de algunas de ellas dé exactamente 45, y después me cuentan.

A esa etapa. siguió otra de jugar exhaustivamente al "Estanciero". Semanas enteras manejando billetes de distinto valor, comprando provincias y monopolizando compañías contribuyeron a hacer de Ariel un individuo dotado de gran rapidez para sumar y restar. (Claro, el problema es que también contribuyeron a hacer de él un sujeto extremadamente hábil para entablar negociaciones abusivas con sus deudores, o sea su madre y yo). Sin darse cuenta de la intensiva ejercitación a la que él mismo se sometía con todo gusto, logró firmes avances en el dominio de la aritmética.
Ariel es hoy en día una persona con notable facilidad para realizar operaciones matemáticas mentales. También, claro, es un tipo que adora jugar a las cartas y detesta perder. Pero bueno, atendiendo a la eficacia de la estrategia desarrollada, creo que bien puede perdonársenos este efecto colateral.

Cómo ejercitar a un niño en el uso del diccionario
No nos engañemos: incluso hasta para muchos adultos, la palabra "diccionario" tiene temibles resonancias escolares, que lo transforman en un libro que se halla presente en casi todas las casas donde hay libros, pero que muy pocos se atreven a leer, temerosos quizás de que al tomarlo en sus manos surja del mismo alguna especie de bacteria mortal o monstruo de celulosa y tinta que acabe con sus vidas o, al menos, con su tranquilidad mental.

En tal sentido, creo que si a un chico se le dijera "Tomá toda la sopa o te hago leer el diccionario", el aterrorizado infante no lo dudaría un sólo segundo: se tragaría hasta el último sorbo del caldo más repugnante con tal de no verse envuelto en el temible tormento lexicográfico.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía I (2da parte)

jueves, 23 de septiembre de 2010

Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos? (2da parte)

He aquí la frustrante lista de posibles rótulos.

# Padrastro: Será muy clásico y tradicional, pero es sencillamente horrendo. Me hace acordar a la madrastra de Cenicienta. Y ya se sabe lo mala que era la madrastra de Cenicienta.

# Segundo padre: Obedece en principio a un criterio meramente cronológico y no a razones afectivas, lo cual puede llegar a generar equívocos. ¿Y si el chico termina queriendo más al segundo que al primero, por qué condenar al preferido al rol de "segundo"? Ademas, bien podría suceder que la madre del niño, no conforme con haber sobrevivido a la ruptura de dos parejas, se lanzara a concretar una tercera e incluso una cuarta, en cuyo caso parecería que el chico numera a sus sucesivos padres para no confundirlos entre sí. (Ej: "hoy es el cumpleaños de Papá 2, así que Papá 4 me llevó en auto hasta su casa. Cuando llegué, Papá 2 me dijo que Papá 3 había llamado para confirmar que a las 6 me iba a pasar a buscar para llevarme a la práctica de fútbol. Ojalá se quede a verme jugar, como hacia Papá 1 cuando vivía con nosotros ...").

# Neopadre: Horrible. Antes que nada, suena parecido a "neoprene", y "neoprene" me conduce inevitablemente a pensar en un traje de buzo. ¿Y cómo se puede tener respeto a un padre que llega del trabajo vistiendo patas de rana?

# Padre en el cariño: Terrible. Es quizás uno de los más acertados desde el punto de vista conceptual, pero suena como si uno se hubiese muerto.

# Padre en el corazón: Ídem al anterior. Y encima, bastante cursi.

# Cuasipadre: Término de resonancias leguleyas. Muy poco feliz; da la sensación de que uno está incompleto, como si le faltaran algunas aptitudes para llegar a merecer el título de padre. Es como si dijeran: "quiere ser padre y no lo es, pero algún valor le vamos a reconocer, pobre".

# Padre bis: Da idea de algo agregado a posteriori para enmendar una omisión. Además, por asociación de ideas, me lleva a pensar en el artículo 14 bis de la Constitución, y ya se sabe que no hay texto jurídico que provoque más carcajadas que el artículo 14 bis de la Constitución.

# Padroide: Deplorable. Suena a romboide y trapezoide. Da la idea de que uno tiene "forma" de padre pero que, por alguna razón, no llega a serlo. Suena a deformoide.

# Padre sustituto: De ninguna manera. Quedamos en que aquí no era cuestión de andar reemplazando a nadie, ¿o no?

# Padre postizo: Horrible. Lo postizo, así como se pone, se saca. ¿Se imaginan un padre temporariamente guardado en un vaso con agua como las dentaduras?

# Figura paterna subsidiaria emergente de la nueva relación afectiva encarada por la mujer después de una ruptura conyugal: La exactitud se lleva a las patadas con la practicidad. Andá a enseñarle a un chico a que aprenda a decir todo eso... No es razonable tener que darle clases de psicología a un niño sólo para que aprenda cómo tiene que llamar a ese señor que lo lleva a jugar al parque. Podría resumírselo en la fórmula "figura paterna subsidiaria", pero aún así sigue siendo incómodo. Habría que utilizar la sigla FPS, con lo cual podría ocurrir que el niño se confunda todavía más y piense que su madre se ha afiliado al Frente Popular Socialista, que se ha asociado a la Federación Provincial de Sóftbol, o que ha empezado a militar en la Fundación para la Preservación de las Sardinas.

# Padre putativo: Seamos francos, ¿quién podría culminar su paso por las aulas con la autoestima indemne estando condenado a decirle a sus compañeros "soy un hijo putativo"?

Ariel, por su parte, también hizo sus esfuerzos por encontrar el término adecuado para designarme.

En aquellos días, cuando íbamos al parque yo intentaba inculcarle algunas nociones futbolísticas. Nada del otro mundo: cómo pegarle a la pelota con chanfle, cómo cabecear de pique al suelo para complicar al arquero, cosas así. Pues bien, creer o reventar, Ariel halló en esas elementales disquisiciones teóricas de mi parte un excelente recurso para tratar de solucionar el problema de los rótulos: de ahí en adelante, yo sería su DT. Así se lo comunicó a su madre cuando volvimos esa tarde; y lo mismo hizo con sus amiguitos del barrio. Un auténtico logro de la típica practicidad infantil: que yo fuera su DT implicaba establecer entre ambos un sistema de jerarquías y reconocerme en el mismo un grado superior, un sitial desde el cual yo administraría consejos, dirección, premios y -quizás- castigos. Es decir, lo mismo que hace un padre.

Como invento para adaptarse a las circunstancias, era excelente. El problema era que esa practicidad que existía a nivel interno, se perdía en función del resto de la sociedad. Es fácil imaginar la cara de estupor que pondrían las madres de los amigos de Ariel cuando me presentara en sus casas y les dijera, "Qué tal, soy el Director Técnico de Ariel; vengo a buscarlo".

Quizás a causa de esa inconveniencia de orden social, lo del Director Técnico duró poco. Si bien nunca fui oficialmente despedido del cargo, tampoco volví a ser llamado para ejercerlo.

En reemplazo de este efímero rótulo, apareció una curiosa denominación de origen gastronómico. Ariel era (es) fanático de las papas fritas. Pues bien, una noche, mientras Marcela preparaba una abundante dotación de ellas (con sus correspondientes milanesas, claro está), Ariel se puso a repetir "papa frita, papa frita" en voz desusadamente alta y con una entonación algo extraña. Quizás influenciado por una película de terror que habíamos visto la noche anterior en la tele, primero pensé alarmado que estaba siendo víctima de una posesión diabólica (¿el espíritu de los tubérculos malignos?). Luego, al dirigir mis ojos hacia él, comprendí que, en realidad, me estaba hablando a mí. Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse a primera vista, no me estaba agrediendo. Muy por el contrario, detrás de ese aparente ataque verbal, asomaba un gesto de cariño. La clave para descifrar el mensaje estaba en esa entonación extraña: si uno escuchaba con atención, era posible descubrir que, en realidad, lo que Ariel me estaba diciendo era: "papá...frita". Era un ensayo: estaba probando cómo sonaba decirme papá.

Lo de la papa frita se repitió un par de veces más y luego cayó rápidamente en desuso. Ariel volvió a llamarme por mi nombre como siempre, y sus preocupaciones al respecto parecieron desaparecer. Al menos, no volvió a exponerlas en público.

Un domingo Marcela me pidió que fuera al parque a buscarlo porque ya estaba oscureciendo. Me encaminé hacia el sitio donde los chicos de la cuadra solían armar sus picaditos, lo identifiqué en medio del enjambre de infantes que corría detrás de la pelota y le pegué el grito desde lejos. Fue entonces cuando escuché azorado cómo Ariel, al verme aparecer, les explicaba a sus compañeros de juego: "Uh, me tengo que ir; ahí viene mi viejo".

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía I

martes, 21 de septiembre de 2010

7- Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos?

El primer gran conflicto que mi existencia originó en la vida de Ariel tuvo lugar a mediados de junio, más concretamente la semana previa al Día del Padre. Una noche llegué a casa de Marcela y ella me informó que ese mediodía Ariel había vuelto de la escuela de muy mal humor y se había negado a almorzar. Después de la pesquisa de rigor, se había largado a llorar para luego sí, explicar el porqué de su angustia: la maestra había pedido esa mañana a sus alumnos que prepararan los consabidos regalitos para sus respectivos papás. ¡Pobre Ariel! Como si fuera poco problema tener a su padre lejos, su confundida cabecita había quedado atrapada, además, por un asunto de compleja resolución: determinar si tenía que regalarme algo a mí también.

Preocupada por el episodio, Marcela decidió ir a la escuela el día siguiente para hablar con la maestra. Ésta, al enterarse de lo ocurrido, la tranquilizó diciéndole que no había sido el único caso. Acto seguido, procedió a enumerarle un curioso inventario. En efecto, sobre un total de veinticinco niños y niñas que ella tenía a su cargo, diecisiete tenían a sus padres divorciados o separados. De esos diecisiete, había nueve que convivían con la nueva pareja de su madre, (tres de ellos, inclusive, con al menos un hermanito nacido de esta nueva relación) y seis que, cuando les tocaba estar con su padre según el régimen de visitas implementado, se encontraban con la nueva pareja de éste. Además, había dos que hacía meses que no veían a su papá, uno cuyo padre ni siquiera le pasaba alimentos, y otro que vivía con los abuelos maternos. Y de los ocho cuyas familias estaban regularmente constituidas por sus padres biológicos, dos habían manifestado ante la psicopedagoga que se sentían permanentemente discriminados por sus compañeros debido a esa razón, y un tercero había protagonizado meses atrás un berrinche descomunal al enterarse de que varios de sus amigos tenían hasta ocho abuelos per cápita y él sólo tenía los cuatro reglamentarios.

La verdad, con semejante panorama, uno terminaba teniendo ganas de zamarrear a Ariel y reprocharle su desconsideración. ¡Mocoso malcriado! ¿Y encima se quejaba?.

En lo que respecta al Día del Padre, Ariel resolvió su problema práctico en forma salomónica: a su papá lo llamó por teléfono para saludarlo, y el practiquísimo portalápices que hizo en la escuela fue a parar a mis manos con una leyenda que decía "Feliz día", pero nada más.

De todos modos, y más allá del conflicto coyuntural originado en la celebración del Día del Padre, quedaba pendiente de respuesta una pregunta básica: ¿cuál era mi rol en esa historia?

Estaba claro que yo no era el padre. El padre era ese señor que había contribuido a concebirlo, que había vivido con él y con su madre durante los tres primeros años de su vida y que, luego de separarse, se había radicado en una ciudad lejana. Hasta ahí, nada que discutir. Pero entonces, ¿yo qué era?

Habrá que reconocer que, desde mi posición, el problema tenía un fácil remedio. Para referirme a Ariel me bastaba con apelar a una expresión que, si bien denotaba cierta distancia afectiva que no terminaba de convencerme, era perfectamente comprensible para quien la escuchara: "el hijo de mi novia", o "el hijo de mi pareja".

Para él, en cambio, las cosas eran sumamente confusas. Decir "el novio de mi mamá" daba cuenta de la relación de su madre con un señor, pero no brindaba pauta alguna que permitiera delinear qué tenía que ver ese señor con él.

Fue justamente por esos días cuando Ariel me formuló su flamante inquietud: no sabía cómo tenía que llamarme. No sabía -en suma- si tenía que decirme "papá".

Con profunda vocación docente, procedí a aclararle qué el no tenía por qué decirme "papá" si no lo deseaba y que si él así lo prefería, podía seguir llamándome por mi nombre como hasta entonces.

-Lo que a mí me importa es que vos me quieras, no cómo me llames- agregué, para tranquilizarlo.

-Bueno, pero vos, ¿qué sos de mí?- insistió, para intranquilizarme.

Realmente era difícil arribar a una respuesta adecuada. No era para menos: una rápida revisión de los posibles rótulos que se me podían endilgar llevaba invariablemente a resultados insatisfactorios y descorazonadores. Veamos, sino:


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos? (2da parte)

jueves, 16 de septiembre de 2010

6- Padre cama afuera

Entrado ya el año siguiente, mi relación con Marcela se volvió mucho más sólida y eso tuvo su correlato semántico: Marcela dejó de ser "la chica que sale conmigo" para pasar a ser "mi novia". Esto no significa que hayamos caído en las crueles garras de la formalidad (¡juira, bicho!), sino que la relación adquirió cierto costado doméstico del que hasta entonces había carecido. Ya no nos limitábamos a encontrarnos para salir los fines de semana, sino que se hizo habitual que yo apareciera por su casa también de lunes a jueves para cenar juntos (bueno, ya sé, no sólo para cenar, pero no hay por qué andar siendo tan explícito, caramba).

Obviamente, ese cambio en nuestras costumbres incidió también en mi relación con Ariel. Por decirlo de un modo gráfico, en cuestión de meses me transformé en una especie de "padre cama afuera". Ya no se trataba sólo de compartir juegos durante un rato o de salir de vez en cuando a comer hamburguesas. Yo llegaba a las ocho y media de la noche, lo ayudaba con la tarea de la escuela y jugábamos al "Dominó con Animalitos" o a algún otro juego de mesa. Si todavía no había comido, le "hacía pata", diversión casera que consistía en agarrarlo de los pies y tenerlo un rato suspendido cabeza abajo, cosa que a él le divertía muchísimo y a mí me dejaba la cintura a la miseria. Después cenábamos y seguíamos jugando otro rato o mirábamos la tele. Cerca de la medianoche, llegaba la hora de dormir y, con ella, un hábito que con el correr de los meses terminó transformándose en un rito esencial: Ariel se acostaba, me pedía un vaso de agua mezclado con soda, yo iba hasta la cocina, se lo preparaba y se lo llevaba. Después lo arropaba, me sentaba un rato en su cama y le daba el beso de las buenas noches. Claro que luego debía sortear un duro obstáculo: lograr que me permitiera retirarme de su lado. Sucede que noche tras noche, Ariel se las ingeniaba para mantenerme junto a él durante unos minutos extra. Por lo general, me agarraba de la mano o de las piernas y se negaba a soltarme. Y cuando, agotada la instancia diplomática, yo apelaba al esfuerzo físico, lograba al fin deshacerme de su acoso y ponerme de pìe, el muy bribón recurría a vías más indirectas y sacaba de golpe los temas de conversación más insólitos con tal de retenerme un rato más. Así, era habitual que yo debiera afrontar preguntas extravagantes del tipo "¿cuál es tu dinosaurio preferido?".

A algunos de mis amigos, la paternidad los había transformado hasta volverlos irreconocibles. Era todo un espectáculo comprobar cómo los mismos atorrantes que antes se vanagloriaban de su licenciosa vida nocturna, ahora se pasaban el dato de las farmacias donde podían conseguirse los pañales descartables a mejor precio. Pero si a ellos la paternidad biológica los había cambiado radicalmente, a mí esta flamante paternidad cama afuera me volvió un sujeto exótico. Más bien diría que me convirtió, lisa y llanamente, en un extraterrestre, puesto que no tenía con quien cotejar ciertas vivencias. No era sólo cuestión de que yo quedaba al margen del tema de los pañales. Sucedía que mientras los bebés de mis amigos concurrían a jardines maternales y/o guarderías, mi hijo ya iba a la primaria. Mientras ellos llevaban a sus hijos al pelotero, yo llevaba al mío al cine y a los videojuegos. Mientras los acercamientos de sus hijos con el sexo opuesto daban lugar, a lo sumo, a bromas inocentes, yo ya estaba por llegar a ese punto en que los acercamientos de Ariel a sus compañeritas me harían temer la posibilidad de llegar a ser abuelo antes de terminar de ser padre.

Por lo demás, y al margen de esta ajenidad que me confería frente a mis amigos, el ejercicio de este rol inédito constituyó para mí una vertiginosa vuelta a la infancia. Una vuelta bastante melancólica, por cierto, como cuando uno regresa a un lugar después de mucho tiempo y oscila entre la emoción de reencontrar ciertos olores y paisajes, y el desasosiego que provoca el comprobar que algunas cosas han cambiado o no se ajustan al recuerdo que uno guardaba de ellas. Palabras como "papel satinado", "cartulina", "etiqueta", "ojalillos", "lámina", "guardapolvos" o "cuaderno de comunicaciones" volvieron a poblar mis conversaciones cotidianas. Volví a comprar la revista Anteojito (y a reincidir en la lectura de "Pi-Pío" y "Pelopincho y Cachirula"). Visité pediatras y odontólogos especializados en niños. Concurrí a reuniones de padres en el club y a actos escolares. Asistí a circos y a funciones de matineé. Me volví especialista en personajes y argumentos de dibujitos animados. Monté subibajas, hamaqué y fui hamacado. Jugué al 25 y al gol-entra. Empuñé nuevamente manijas de metegol e intenté operar joysticks (sin mucho éxito; en el Super Mario nunca pude saltar el segundo precipicio).

Lo curioso no es que lo haya hecho "sin saber el oficio", como canta Serrat. Lo curioso, teniendo en cuenta la estructura neurótica de mi personalidad, es que haya sobrevivido a semejante transformación sin necesidad de recurrir a psicólogo alguno.

A decir verdad, más inexplicable aún es que -dentro de todo- semejante aventura haya terminado bien.

Al menos, que yo sepa, hasta ahora la conducta de Ariel no ha manifestado signos que permitan sospechar que estamos en presencia de un asesino serial.


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Día del Padre: ¿y ahora qué hacemos?

martes, 14 de septiembre de 2010

5- Pero en el fondo me quiere

Durante los primeros seis meses de mi relación con su madre, Ariel y yo jamás tuvimos un conflicto digno de ser destacado. Nunca hubo entre nosotros una discusión acalorada, un reproche expresado en forma cruel, ni siquiera un cruce agresivo de palabras. El chico me caía bien y me gustaba ejercer con él un rol seudopaterno. Un rol que, por cierto, sólo ejercía en forma esporádica y superficial, casi como un juego. Por un lado, porque no nos veíamos muy seguido; por el otro, porque mi convicción de desvincular a Ariel de las vicisitudes que eventualmente pudiera sufrir mi relación con Marcela impedía que me tomara ese rol demasiado en serio. Digamos que mis actos transitaban por un delicado equilibrio entre el placer que me daba jugar a ser el padre de Ariel por un rato y el miedo a asumir plenamente semejante compromiso.

Del lado de Ariel, las cosas eran menos diáfanas. Que yo supiera que había empezado a sentir algo de cariño por mí no significa que Ariel fuera particularmente demostrativo al respecto. Cualquier espectador imparcial hubiera podido advertir, sí, que no nos llevábamos para nada mal. Charlábamos, nos hacíamos bromas, mirábamos juntos en la tele películas de Schwarzenegger y de Van Damme, jugábamos a las cartas. Pero de ahí a vislumbrar atisbos de amor filial entre los resquicios de esos momentos compartidos, había un trecho que, si bien no era muy largo, requería un agudo esfuerzo de observación.

Ariel ha sido desde chico una persona muy sociable y de carácter expansivo. Sin embargo, a Marcela y a mí nos resultaba evidente que sentía vergüenza de demostrarme afecto. Por lo menos, los caminos que elegía para hacerlo eran largos y sinuosos. Tanto, que solía esconder sus mensajes cariñosos detrás de actitudes vagamente agresivas. Vayan las dos historias siguientes a modo de ejemplos sintomáticos.

Una noche Ariel me mostró un cuaderno borrador que solía usar en su casa para dibujar. Concretamente, me lo entregó abierto en una página donde, a todo color y con su letra insegura de alumno de primer grado, había trazado mi nombre. Era la primera vez que yo veía mi nombre escrito con su letra. El episodio hubiera sido absolutamente conmovedor, de no ser por un detalle: debajo de mi nombre, con letra igualmente grande y colorida, había agregado: "tonto".

Otra noche, Marcela me mostró un dibujo que Ariel había hecho en el mismo cuaderno. Se trataba de un retrato de familia. Como buen hijo único, Ariel aparecía en el centro mismo del dibujo, mucho más grande que el resto de las personas dibujadas. A su alrededor, rindiendo pletesía a su autodecretado arielcentrismo, flotaban Marcela y los dos abuelos maternos. Al padre también lo había incluido en su concepto de familia pero, significativamente, estaba dibujado del lado de atrás de la hoja. Felicité a Ariel por su talento para las artes plásticas y lo incité a que ahora me retratara a mí (bueno, yo también soy hijo único, ¿y qué?). Entusiasmadísimo con la propuesta, Ariel se puso manos a la obra de inmediato y, en menos de cinco minutos, me mostró el fruto de su esfuerzo. ¿Cómo describir la deplorable figura que apareció ante mis ojos? Era una especie de ornitorrinco captado en pleno ataque de epilepsia, un espantapájaros monstruoso en comparación con el cual Freddy Kruger se veía como un apuesto galancete de telenovela. Y como para que no quedara duda alguna acerca de quién era el sujeto retratado, el joven artista había escrito mi nombre debajo del esperpento. Evalué la obra en silencio durante unos segundos con fingida expresión de experto y luego, apelando a mi clásica ironía, le dije que no estaba tan feo en el dibujo como en mi foto del DNI. "Lógico", retrucó Ariel, "en las fotos uno sale tal cual es". Una ricurita, el nene.

La anécdota habría quedado ahí, de no ser porque, pocos minutos después, Marcela se puso a mirar el dibujo con detenimiento y descubrió que, en el margen de la hoja y con una letra casi microscópica, Ariel había agregado "es bueno", justo debajo de mi nombre.

A decir verdad, tuve que esperar varios meses para recibir de su parte una demostración de cariño plena, inequívoca e incontrastable. Llegado el verano, sus abuelos maternos lo invitaron a compartir un viaje de fin de semana al pueblo natal de Marcela. Me despedí de Ariel la noche del jueves con el secreto propósito de ir a saludarlo por sorpresa a la estación el día siguiente. Así lo hice. Llegué a la Terminal diez minutos antes del horario fijado para la salida del ómnibus. Marcela me vio desde lejos y bastó un comentario de su parte acerca de mi imprevista presencia para que Ariel saliera disparado a través del hall. Recorrió veinte metros a la carrera y saltó para terminar estrechado a mí en el abrazo más lindo que me dio en toda su vida.

-¿Estás contento de que haya venido?- le pregunté (y sí, cuando me da por ser demagogo puedo llegar a extremos asquerosos).

-Claro- me contestó, sin soltarme, y caminamos abrazados hasta donde estaban Marcela y sus padres.

Tan conmovido como turbado, esa noche tomé plena conciencia de que, en cuestión de meses, yo me había transformado a los ojos de Ariel en una figura afectivamente importante.

En algo así como...

En algo así como...

Como... ¿un padre?

¡Houston, tenemos un problema!


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre cama afuera

jueves, 9 de septiembre de 2010

No hay nada más lindo que la familia unita (2da parte)

A las tres reglas de oro ya mencionadas, habría que sumar otras tres (que, en realidad, deberían aplicarse a toda relación afectiva):

# Nunca le mientas al hijo de la mujer que sale contigo

# Nunca le hagas promesas al hijo de la mujer que sale contigo si no estás seguro de poder cumplirlas

# Nunca desmientas con tus actos lo que predicas con tus palabras ante el hijo de la mujer que sale contigo

De modo que, para comportarme de manera coherente con mis principios, me preocupé por cumplir cuanto antes con el compromiso asumido. Así fue como apenas un par de semanas después, un viernes a la salida del trabajo, pasé por la casa de Marcela y y acordamos ir los tres a un bar cercano, a comer hamburguesas.

Ariel estaba exultante, supongo que un poco por la novedad y otro poco porque el muy taimado sabía que era aquella una de esas infrecuentes e inmejorables oportunidades de la vida en que un niño puede pedir lo que quiera sin temor a sufrir rotundas negativas. Tan contento estaba, que apenas traspasamos la puerta de calle se ubicó entre Marcela y yo, y con toda naturalidad se tomó de nuestras manos al caminar. Cuánta habrá sido la ternura que emanaba de aquella escena que, al vernos pasar, una vecina de Marcela no tuvo mejor idea que resumirla diciendo: "¡Ay, qué linda familia: la mamá, el nene y el papá!". Sentí que se me congelaba la respiración. Experimenté un profundo deseo de tomar la yugular de la mujer y enrollársela alrededor del cuello cual bufanda. Sin necesidad de mirarla, supe que Marcela estaba teniendo idénticos pensamientos homicidas. No obstante, en un alarde descomunal de diplomacia, nos limitamos a sonreírle, sin emitir comentario alguno sobre su exclamación, tan audaz como desafortunada. Por suerte, tampoco Ariel hizo ningún comentario al respecto.

No fue ése, sin embargo, el último sobresalto de la jornada. Apenas entramos al bar, escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Giré la cabeza en dirección a la voz y descubrí a los Rodríguez, unos antiguos vecinos míos, ubicados en la mesa que estaba al lado de la puerta. "¿Saliendo con la familia?", inquirió-afirmó don Rodríguez con su proverbial amabilidad, y otra vez me agarró la apnea. Evalué la situación en una décima de segundo y consideré inconveniente ponerme a dar explicaciones, de modo que sonreí y asentí con la cabeza mientras los saludaba con la mano, sin detener mi marcha. Me bastó esa rápida ojeada para apreciar el estupor dibujado en el rostro de la mujer. No era para menos: la última vez que nos habíamos visto (el verano anterior), yo me había declarado soltero y ahora resultaba que estaba casado y con un hijo de 7 años. Recordé que la señora de Rodríguez padecía una incipiente arterioesclerosis, y me sentí infinitamente culpable por haber contribuido a incrementar su confusión.

Cuando me senté, todavía estaba algo alterado. ¿Es que aquella noche todo el mundo estaba dispuesto a hacerme formar una familia? Afortunadamente, los aspectos neuróticos de mi personalidad no incluyen la paranoia; de lo contrario es seguro que habría encontrado, en esa suma de coincidencias, los sospechosos signos de una confabulación a nivel planetario. Aún así, confieso que cuando el mozo se acercó a nuestra mesa, temí que viniera a ofrecerme las alianzas.

Al margen de estos sacudones iniciales, la pasamos muy bien en aquella primera salida tripartita. Previsiblemente, Ariel aprovechó la oportunidad y pidio tres hamburguesas (de las cuales comió sólo dos y media) y dos botellas de Coca. Estuvo sumamente locuaz (al menos, en los momentos en que los sucesivos bocados de carne se lo permitían). Habló de dinosaurios y de perros, de la escuela y de sus abuelos, de autos y de fútbol. Al cabo de una hora, dijo que quería volver a su casa, y también en este aspecto rendimos pleitesía a su monárquica autoridad.
Esa noche, al despedirnos, imbuído de espíritu docente, quise dejarle en claro a Ariel el valor de la palabra empeñada.

-¿Viste que cumplí con mi promesa?- le dije, no exento de cierto orgullo.
Sin acusar recibo de la enseñanza ética impartida, Ariel acotó:

-Otro día tenemos que salir vos y yo solos.

-¿Cómo, solos?- protestó Marcela. -¿Y mamá?

Entonces fue Ariel quien apeló a su espíritu docente.

-Ay, mami, ¿no sabés que hay cosas que sólo se pueden hablar entre hombres?

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pero en el fondo me quiere

miércoles, 8 de septiembre de 2010

4- No hay nada más lindo que la familia unita...

Los niños son personas, no cosas.

Puede parecer una obviedad afirmar esto, pero todo indica que son muchos los adultos que olvidan con frecuencia esta obviedad.

Que un niño sea persona significa que tiene su propia individualidad, es decir sus propios gustos y -ante todo- sus propios sentimientos.

¿A qué viene este preámbulo de tono filosófico? A que nunca perdí de vista que, al margen de nuestras diferencias de edad biológica y mental, Ariel y yo éramos, básicamente, dos personas y que, en consecuencia, nuestro vínculo estaría sujeto a todas las vicisitudes que pueden moldear los contactos que se establecen entre personas. Siempre tuve claro que mi relación con él no debía ser forzada. No nos unía ningún lazo de sangre (exceptuando el hecho fortuito y simpático de que ambos poseemos idéntico grupo sanguíneo), por lo tanto no existía condicionamiento alguno que nos obligara a querernos. Yo podía caerle bien, o no, y viceversa. Si se daba lo primero, mejor; si se daba lo segundo... bueno, si se daba lo segundo habría que ver.

Mi acercamiento hacia Ariel fue gradual y cauteloso. Estuvo enmarcado, además, en tres mandamientos de oro:

# No pretenderás reemplazar al padre del hijo de la mujer que sale contigo

# No hablarás mal del padre del hijo de la mujer que sale contigo delante del hijo de la mujer que sale contigo

# No sobornarás al hijo de la mujer que sale contigo apelando al vil recurso de comprar su cariño con regalos espectaculares

En los albores de mi relación con Marcela (hacía tres meses que salía con ella), Ariel y yo nos veíamos realmente poco, apenas un rato los sábados a la noche cuando la pasaba a buscar y lo llevábamos a la casa de sus abuelos. Yo le preguntaba cómo le había ido en la escuela (no mucho para que no me tomara por un plomazo insoportable), le hacía chistes tontos (bah, los mismos que suelo hacer ahora, sólo que en esa época le parecían graciosos), o comentábamos alguna película que habían pasado por la tele. A veces, mientras Marcela terminaba de arreglarse, Ariel traía algún juguete -por lo general, sus autitos- y me involucraba en sus actividades lúdicas sin preguntarme si quería participar. Nuestros juegos seguían siempre el mismo esquema general: él tomaba su autito preferido, me daba el que menos le gustaba (por suerte, no era el famoso autito azul que le había regalado para el cumpleaños), y entonces comenzábamos a perseguirnos por toda la mesa, con el excluyente objetivo de destruirnos por completo, ya que éramos enemigos irreconciliables entre los cuales no había lugar para la piedad. A lo largo de tan desenfrenada carrera, chocábamos varias veces nuestros respectivos vehículos (en realidad, Ariel siempre me chocaba a mí), e intercambiábamos feroces amenazas (en realidad, yo me limitaba a formular exclamaciones políticamente correctas del tipo "ríndete, maldito"; en cambio Ariel no se privaba de gritarme "te aniquilaré, sucio gusano mal nacido", y otras dulzuras por el estilo). El juego concluía, lógicamente, con una aplastante victoria de su parte, que solía incluir una exigencia de rendición incondicional tan desmedida que su sola enunciación le hubiese provocado un ataque de pudor al más recalcitrante general de cualquier potencia imperialista.

El asunto es que, un poco a través del humor, y otro poco a través de esas encarnizadas batallas automovilísticas, Ariel me fue tomando cariño. Es más, para gran asombro de mi parte, se me hizo evidente que empezaba a necesitar mi presencia. En tal sentido, una noche se produjo una circunstancia insólita; cuando Marcela y yo estábamos a punto de salir, Ariel empezó a hacer un berrinche inexplicable. Más extrañada que enojada ante su mal comportamiento, Marcela lo retó e intentó sonsacarle el motivo de su actitud. Bastaron un par de minutos de interrogatorio para llegar a la desconcertante verdad: Ariel estaba contrariado, sí, pero no porque su madre se iba sin él, sino porque yo me iba sin él. Mientras Marcela y sus padres contemplaban azorados la escena, me puse a su lado en cuclillas, le acaricié amorosamente la cabeza y, para que se calmara, tuve que prometerle que otro día saldríamos los tres juntos. E, increiblemente, se calmó. "¡Lo que faltaba!", me dijo después Marcela, ya en la calle, "¡ahora resulta que en vez de celar a su propia madre, te cela a vos! ¡He pasado a ser la tercera en discordia!".

No puedo negar que la reacción de Ariel generó en mí una satisfacción tan enorme como egocéntrica. Pero por otro lado, me causó bastante miedo. ¿Y si ese pobre chico estaba viendo en mí a un posible padre? ¿Cómo sacarlo del error sin lastimarlo? ¿Cómo explicarle que yo era un tipo soltero que no quería complicaciones? ¿Qué sabía yo de criar hijos? ¿Qué sabía yo de criar hijos que uno no ha traído al mundo? ¿Cómo iba a hacer yo para criar un hijo si a duras penas podía afrontar mis propios problemas? En suma, ¿cómo iba yo a cometer la enorme irresponsabilidad de asumir la enorme responsabilidad de criar a un niño?

¡Oh, la negligencia de las madres! Se pasan nueve meses fabricando un producto y después lo lanzan al mercado sin adjuntarle siquiera un mínimo manual de uso...

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: No hay nada mas lindo que la familia unita ... (2da parte)

jueves, 2 de septiembre de 2010

El señor que sale con mamá (2da parte)

Desde luego, esta flamante política de transparencia tranquilizó notablemente a Marcela que, de ese modo, se veía liberada de la incómoda tarea de tener que inventar excusas. A mí, en cambio, me llenó de temores. Más bien, de pavor. Y es que, apenas Marcela me pidió que el fin de semana siguiente la pasara a buscar por su casa, cobró vida mi fantasía neurótica recurrente respecto de este tema. Es decir, la posibilidad de que Ariel me rechazara, me despreciara, me vituperara, me vilipendiara. En suma, que me odiara con ese odio visceral que sólo puede sentir un niño.

Me bastaba imaginar la escena para que un cangrejo virtual apareciera de inmediato en el interior de mi cuerpo, empeñado en atenazarme la boca del estómago. Y como la imaginación no es precisamente un don que me falte, había construido mentalmente la dramática situación hasta en sus últimos detalles. Yo entraría a la casa con el ánimo turbio de quien camina resignado hacia el cadalso, y saludaría poniendo una cara de "yo no fui" que no podría conmover a ningún verdugo. Marcela miraría a Ariel con una sonrisa cargada de tensión y le confirmaría a su hijo que, efectivamente, yo era el señor que salía con ella. Entonces, Ariel me dedicaría una mirada fulminante y, con el rostro desencajado por la ira, gritaría: "Nunca, nunca, nunca te querré, maldito advenedizo". Luego, se lanzaría hacia mí con violencia y, preso de un ataque de nervios, descargaría un vehemente puntapié en mi rótula derecha, saldría corriendo hasta su cuarto y se encerraría allí sin dejar entrar a nadie para quedarse llorando desconsoladamente durante horas. Marcela, mortificada, no sabría cómo pedirme disculpas, correría detrás del párvulo y yo, reconociendo la catastrófica derrota, abandonaría la escena triste, solitario y final. Y rengueando, claro.

Por supuesto, los hechos se desarrollaron aquella noche de manera mucho menos telenovelesca. Ariel me saludó con naturalidad cuando llegué y no hizo ningún comentario descalificador hacia mi persona. Tampoco demostró un comportamiento conflictivo mientras lo llevábamos hasta la casa de sus abuelos maternos. El problema surgió cuando, una vez allí, Marcela quiso despedirse de él y Ariel prorrumpió en un llanto súbito y feroz. Llanto originado -según alcanzó a fundamentar entre sollozo y sollozo- en el hecho de que no quería que su madre se fuera. Marcela lo abrazó, lo colmó de mimos y, dando por descontada mi aprobación -¿qué otra cosa iba a hacer yo frente a semejante panorama?- le dijo que si él se lo pedía, ella se quedaba. Satisfecho al parecer con la primera parte del remedio, Ariel recuperó paulatinamente la compostura y, actuando como un ser maduro, le aseguró a su madre que eso no sería necesario. De manera que, debidamente abonado el Impuesto a la Madre Separada, el pequeño incidente quedó atrás y pudimos salir sin inconvenientes. Marcela respiró aliviada por su hijo. Yo, por haber conservado la integridad de mi estructura ósea.

Desde esa oportunidad, Ariel no volvió a hacer problemas por nuestras salidas.

Vaya uno a saber; quizás le resulté confiable.

O tal vez pensó en los litros de gaseosa y los kilos de chizitos que, gracias a mi existencia, podría ingerir sábado tras sábado, lejos del control materno.



CONTINUARÁ

Próximo capítulo: No hay nada más lindo que la familia unita...