CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

martes, 14 de septiembre de 2010

5- Pero en el fondo me quiere

Durante los primeros seis meses de mi relación con su madre, Ariel y yo jamás tuvimos un conflicto digno de ser destacado. Nunca hubo entre nosotros una discusión acalorada, un reproche expresado en forma cruel, ni siquiera un cruce agresivo de palabras. El chico me caía bien y me gustaba ejercer con él un rol seudopaterno. Un rol que, por cierto, sólo ejercía en forma esporádica y superficial, casi como un juego. Por un lado, porque no nos veíamos muy seguido; por el otro, porque mi convicción de desvincular a Ariel de las vicisitudes que eventualmente pudiera sufrir mi relación con Marcela impedía que me tomara ese rol demasiado en serio. Digamos que mis actos transitaban por un delicado equilibrio entre el placer que me daba jugar a ser el padre de Ariel por un rato y el miedo a asumir plenamente semejante compromiso.

Del lado de Ariel, las cosas eran menos diáfanas. Que yo supiera que había empezado a sentir algo de cariño por mí no significa que Ariel fuera particularmente demostrativo al respecto. Cualquier espectador imparcial hubiera podido advertir, sí, que no nos llevábamos para nada mal. Charlábamos, nos hacíamos bromas, mirábamos juntos en la tele películas de Schwarzenegger y de Van Damme, jugábamos a las cartas. Pero de ahí a vislumbrar atisbos de amor filial entre los resquicios de esos momentos compartidos, había un trecho que, si bien no era muy largo, requería un agudo esfuerzo de observación.

Ariel ha sido desde chico una persona muy sociable y de carácter expansivo. Sin embargo, a Marcela y a mí nos resultaba evidente que sentía vergüenza de demostrarme afecto. Por lo menos, los caminos que elegía para hacerlo eran largos y sinuosos. Tanto, que solía esconder sus mensajes cariñosos detrás de actitudes vagamente agresivas. Vayan las dos historias siguientes a modo de ejemplos sintomáticos.

Una noche Ariel me mostró un cuaderno borrador que solía usar en su casa para dibujar. Concretamente, me lo entregó abierto en una página donde, a todo color y con su letra insegura de alumno de primer grado, había trazado mi nombre. Era la primera vez que yo veía mi nombre escrito con su letra. El episodio hubiera sido absolutamente conmovedor, de no ser por un detalle: debajo de mi nombre, con letra igualmente grande y colorida, había agregado: "tonto".

Otra noche, Marcela me mostró un dibujo que Ariel había hecho en el mismo cuaderno. Se trataba de un retrato de familia. Como buen hijo único, Ariel aparecía en el centro mismo del dibujo, mucho más grande que el resto de las personas dibujadas. A su alrededor, rindiendo pletesía a su autodecretado arielcentrismo, flotaban Marcela y los dos abuelos maternos. Al padre también lo había incluido en su concepto de familia pero, significativamente, estaba dibujado del lado de atrás de la hoja. Felicité a Ariel por su talento para las artes plásticas y lo incité a que ahora me retratara a mí (bueno, yo también soy hijo único, ¿y qué?). Entusiasmadísimo con la propuesta, Ariel se puso manos a la obra de inmediato y, en menos de cinco minutos, me mostró el fruto de su esfuerzo. ¿Cómo describir la deplorable figura que apareció ante mis ojos? Era una especie de ornitorrinco captado en pleno ataque de epilepsia, un espantapájaros monstruoso en comparación con el cual Freddy Kruger se veía como un apuesto galancete de telenovela. Y como para que no quedara duda alguna acerca de quién era el sujeto retratado, el joven artista había escrito mi nombre debajo del esperpento. Evalué la obra en silencio durante unos segundos con fingida expresión de experto y luego, apelando a mi clásica ironía, le dije que no estaba tan feo en el dibujo como en mi foto del DNI. "Lógico", retrucó Ariel, "en las fotos uno sale tal cual es". Una ricurita, el nene.

La anécdota habría quedado ahí, de no ser porque, pocos minutos después, Marcela se puso a mirar el dibujo con detenimiento y descubrió que, en el margen de la hoja y con una letra casi microscópica, Ariel había agregado "es bueno", justo debajo de mi nombre.

A decir verdad, tuve que esperar varios meses para recibir de su parte una demostración de cariño plena, inequívoca e incontrastable. Llegado el verano, sus abuelos maternos lo invitaron a compartir un viaje de fin de semana al pueblo natal de Marcela. Me despedí de Ariel la noche del jueves con el secreto propósito de ir a saludarlo por sorpresa a la estación el día siguiente. Así lo hice. Llegué a la Terminal diez minutos antes del horario fijado para la salida del ómnibus. Marcela me vio desde lejos y bastó un comentario de su parte acerca de mi imprevista presencia para que Ariel saliera disparado a través del hall. Recorrió veinte metros a la carrera y saltó para terminar estrechado a mí en el abrazo más lindo que me dio en toda su vida.

-¿Estás contento de que haya venido?- le pregunté (y sí, cuando me da por ser demagogo puedo llegar a extremos asquerosos).

-Claro- me contestó, sin soltarme, y caminamos abrazados hasta donde estaban Marcela y sus padres.

Tan conmovido como turbado, esa noche tomé plena conciencia de que, en cuestión de meses, yo me había transformado a los ojos de Ariel en una figura afectivamente importante.

En algo así como...

En algo así como...

Como... ¿un padre?

¡Houston, tenemos un problema!


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre cama afuera

No hay comentarios:

Publicar un comentario