CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 26 de agosto de 2010

El día que conocí a mi hijo (2da parte)

Marcela me dijo que tenía previsto organizar una fiestita para su hijo y, acto seguido, me invitó a concurrir. Según me explicó, a la tarde irían sus amiguitos y a la noche los adultos, de modo que mi presencia en la casa no sería considerada sospechosa por el cumpleañero.

Acepté de buena gana. Sin embargo, apenas volví a la calle, comprendí que acababa de dar el puntapié inicial para el nacimiento, desarrollo y apogeo de una imprevista preocupación existencial: decidir qué regalarle a Ariel.


Sé que puede sonar exagerado, pero jamás he podido tolerar la decepción en los ojos de quien acaba de recibir un obsequio de mi parte. Por esa razón, la ceremonia de quitarle el envoltorio al regalo que acabo de hacer me resulta casi tan traumática como el sonido del bolillero antes de un examen, o el del torno del dentista. Tan sensibilizado a estas cuestiones estoy, que no importa cuán hábiles sean los demás a la hora de disimular su desencanto; yo lo capto igual, y sufro horrores. Ahora bien, cuando se trata de niños, el problema se agudiza hasta límites insoportables. Quizás, justamente a causa de que los niños son incapaces de disimular su desencanto. Al contrario, lo manifiestan con una transparencia brutal.


Si la cuestión hubiese consistido simplemente en determinar qué se le puede regalar a un chico que cumple 7 años, ya hubiese sido suficientemente compleja. Pero aquí se trataba de determinar qué se le puede regalar a un chico que cumple 7 años y que además: a) uno prácticamente no conoce (y viceversa); b) es el hijo de la mujer con la que uno está saliendo (y él todavía no lo sabe).

Desde ese mismo día, empecé a darle vueltas al asunto. Mi primer recurso fue apelar a la memoria emotiva de la que tanto me habla siempre Lorena, una amiga mía que estudia teatro. Me puse entonces a pensar en lo que mis padres me habían regalado cuando cumplí 7 años. Me llevó menos de un segundo comprender que era absurdo obsequiarle a Ariel un póster gigante de Titanes en el Ring. Extendí mi inventario mental a los juguetes que me gustaban en aquella época, pero el resultado de mis recuerdos fue igualmente devastador. Decididamente, caer a la fiesta llevando un muñeco de Super Hijitus hubiese sido tan grotesco como pretender caerle simpático preguntándole si le gustaba tomar Vascolet.

Por aquel entonces, tenía muy pocos amigos con hijos, Más aún, los vástagos de quienes entraban en esa exótica categoría no superaban en ningún caso los 2 años, de modo que mal podía yo pedirle consejos a ellos.

Descartada por improcedente la alternativa de consultar a la madre del interesado, comprendí que debería afrontar el problema yo solo y me fui a un local de "El autoservicio del juguete". Evidentemente, entrar a una juguetería siendo adulto poco tiene que ver con hacerlo cuando uno es un niño. Lo que en mi infancia se parecía bastante al paraíso, en aquella oportunidad se asemejó peligrosamente a un infierno. O el negocio era muy chico, o había mucha gente. Lo cierto es que había demasiadas cosas para ver pero poco espacio para moverse y verlas con detenimiento. Una empleada muy atenta se acercó hasta mí y me preguntó qué andaba buscando. Resumí el objeto de mi búsqueda diciendo "algo para un chico que cumple 7 años". Claro, si le hubiese dicho toda la verdad (es decir: que debía elegir un regalo lo suficientemente lindo como para que le gustara al chico, pero no tan lindo como para que le despertara sospechas respecto de mis intenciones para con su madre; lo suficientemente importante como para quedar bien con Marcela, pero no tan importante como para parecerme a esos agrandados que se dan el lujo de hacer regalos caros sólo para presumir con ellos ante la madre del obsequiado; y lo suficientemente adecuado como para impedir que los familiares o amigos de Marcela me criticaran, pero no tan adecuado como para permitir que alguno de ellos pudiera atribuirme inexistentes planes de convertirme en el nuevo padre de Ariel) seguramente la pobre empleada atenta habría renunciado en el acto.

La chica me mostró diferentes alternativas y luego, al verme tan patéticamente irresoluto, me dejó solo, "Tómese su tiempo, señor", me dijo. Y yo me lo tomé: después de cincuenta y tres minutos de indecisión recorriendo las góndolas, opté por un autito azul de carrera.
Obviamente, como suele sucederme en estos casos, salí del local con la certeza de que cualquier otra opción hubiese sido más adecuada.

No menos obvio fue que el sábado siguiente, cuando llegué a la fiesta, Ariel recibió su regalo con absoluta naturalidad, me lo agradeció cortésmente y luego se volvió corriendo a jugar con sus amigos, situado a años luz de la obsesión que el famoso regalo había despertado en mí.

Por las dudas, nunca, ni siquiera en las ocasiones en que lo veía jugando con él, me atreví a preguntarle qué le había parecido mi autito.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El señor que sale con mamá

1 comentario:

  1. Oh!! por favor! me leí los cuatro de una sentada! me gustó mucho, Alfredo. Gracias por escribir tan lindo!

    ResponderEliminar