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jueves, 4 de noviembre de 2010

Pedagogía II (2da parte)

Una medida concreta que sí tomé al respecto fue hacer partícipe a Ariel de uno de mis ritos predilectos: concurrir a las librerías de canje, ésas donde, si uno está dispuesto a llenarse las manos de tierra, puede ver recompensado su paciente esfuerzo con el hallazgo de alguna joya literaria oculta en el montón de libros, aplastada por centenares de títulos tales como "Panorama de la cría de lombrices en Uganda meridional", "Una mirada estructuralista sobre la teoría de la catexis libidinal" o "Pegado a la línea blanca (memorias de un wing izquierdo adicto a la cocaína)".

Obviamente, no fue la perspectiva de encontrar miles de volúmenes polvorientos apilados en los estantes lo que convenció a Ariel de la conveniencia de acompañarme ese sábado a la mañana, sino la seductora posibilidad de renovar su stock de historietas sin tener que pedirnos un sólo centavo. Pues bien, supongo que sus expectativas se vieron holgadamente satisfechas: apenas entramos al local, Ariel rumbeó para el sector de las revistas y allí, ante sus ojos azorados, surgió, irresistiblemente tentadora, la mayor concentración de ejemplares de D'Artagnan, El Tony, Nippur, Superman y Batman que hubiera visto en toda su vida. "Elegí tranquilo, yo voy a revisar los libros", le dije, con la débil esperanza de que mis palabras le inspiraran aunque sea algo de curiosidad por ir al otro sector. Por supuesto, ni me escuchó, tan abstraído estaba descubriendo el paraíso.

A partir de aquel día, Ariel no sólo empezó a acompañarme en forma regular cada vez que yo iba al canje, sino que en muchas oportunidades era él quien tomaba la iniciativa de ir y me pedía que lo secundara. Lógicamente, yo accedía con gusto. Mi modesta y secreta apuesta era que, de tanto verme ensuciándome las manos con los libros, el ejemplo cundiera y, en un tiempo no muy lejano, Ariel quisiera probar dónde estaba la gracia de tan antihigiénico ajetreo.

Por supuesto, para que ello sucediera debieron pasar todavía algunos años. La tarde en que Ariel le dedicó su atención a un libro que prometía en su tapa sorprendentes revelaciones sobre el caso de los extraterrestres de Roswell y me pidió que se lo comprara, supe que la semilla había finalmente germinado. En nuestra visita siguiente al canje, me pidió una novela de Stephen King, que leyó con devoción en sólo un par de días. Vislumbrando su gusto por las historias de terror y suspenso, le comenté como quien no quiere la cosa el argumento de algunos cuentos de Poe, y se ve que el recurso fue efectivo porque inmediatamente quiso leerlos. A partir de entonces, la avalancha se hizo imparable y mi biblioteca se transformó en el objeto de la insaciable voracidad lectora de Ariel.

Claro que, al igual que con la estrategia del "Estanciero" y la del torneo de insultos, también aquí hubo que lamentar algunos efectos colaterales no deseados. En la primera clase de Lengua que tuvo Ariel en segundo año de la secundaria, la profesora realizó una sencilla encuesta entre sus flamantes alumnos para medir el nivel de lecturas que traían (o mejor dicho, para corroborar que la gran mayoria jamás había leído un libro en toda su vida). La pregunta era muy simple: "¿qué leyeron en el verano?". Después de escuchar varias respuestas previsibles -"El Gráfico", "Condorito", "No me gusta leer"- la sufrida docente se topó con la entusiasta declaración de Ariel: "Yo leí 'La metamorfosis' de Kafka y 'Un mundo feliz' de Huxley". Cuentan los testigos presenciales del hecho que el rostro de la mujer se transfiguró como atravesado por un fulgor incandescente. Dicen que se arrodilló en el medio del aula y con los brazos extendidos en cruz y la vista clavada en el cielorraso exclamó conmovida: "¡Gracias, Señor, gracias!", mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Dicen que luego se irguió y empezó a reír a carcajadas, que se trepó a los pupitres ante la mirada atónita de sus alumnos y que, empleando un acento griego impecable, cantó loas a Polimnia. Dicen que salió al pasillo dando arlequinescos brincos de alborozo. Dicen que cuando traspasó el portón de la escuela para perderse en el tráfago enloquecido de la mañana iba bailando tregua y catala.

Nunca más se volvió a saber de ella, aunque hay quienes juran haberla visto en Ezeiza intentando en vano abordar algún avión que la llevara hacia Macondo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: ¿Qué ves cuando me ves?

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