CRÓNICA POR ENTREGAS

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jueves, 11 de noviembre de 2010

15- Una familia tipo (tipo ensamblada...)

La exitosa experiencia de las vacaciones y mi activa participación en la vida escolar de Ariel contribuyeron notablemente a afianzar nuestras relaciones tripartitas. Se podria decir que, a esa altura, ya éramos "casi" una auténtica familia. Auténtica, no según los estrictos cánones formales ortodoxos, claro, sino dentro de los flexibles márgenes que admite el concepto de "familia ensamblada". Para suprimir el "casi" sólo nos faltaba cumplir con un requisito: compartir el mismo techo durante los siete días de la semana.

Tomé conciencia de que tal momento había llegado el día que descubrí que, imperceptiblemente, la casa de Marcela había pasado de ser una modesta sucursal de la mía a transformarse casi en la casa matriz. Uno podía hallar en ella un surtido número de objetos de mi propiedad, desde elementos de higiene personal hasta libros y papeles, pasando por una nutrida variedad de remeras, shorts, pulóveres, buzos y calzoncillos. Más aún, como en ese tiempo yo ya pasaba cinco noches por semana allí, en las escasas ocasiones en que amanecía en mi propia casa me aquejaba esa breve confusión que uno suele tener al despertar en una habitación que no es la suya. Y si uno ya no es capaz de reconocer como algo natural el paisaje de su propio dormitorio...

Y, por si todo eso fuera poco, baste recordar que. por aquella época, yo ya había cumplido los famosos 28 años. La madurez, el aplomo, la sabiduría, estaban al alcance de mi mano (lástima que yo me sintiera como la Venus de Milo).

De modo que, aprovechando que se vencía el alquiler de la casa de Marcela, decidimos buscar un lugar más amplio donde vivir los tres juntos. Ariel se mostró encantado ante la novedad, aunque para preservar mi autoestima intacta, preferí no indagar demasiado qué porcentaje de su alegría derivaba de su inminente convivencia diaria conmigo, y cuál de saber que mi llegada traería aparejada, asimismo, la de mi organito electrónico Yamaha.

El operativo búsqueda, como suele suceder, arrojó al principio sucesivas decepciones. Cuando nos gustaba la casa que veíamos, no nos convencía la ubicación que tenía. Cuando nos gustaba la ubicación que tenía, no nos convencía la casa que veíamos. Cuando nos gustaban la casa y la ubicación, lo que no nos convencía era el alquiler que pedían. Bah, al contrario; nos convencía inmediatamente de que debíamos huir despavoridos de ahí.

Una mañana de noviembre fuimos sin mayor convicción a ver un departamento interno que quedaba cerca de la casa de Marcela. Lo ofrecían a un precio sospechosamente bajo, por lo que imaginamos que sería horrible, uno de esos sucuchos oscuros y húmedos en los que para entrar a la cocina hay que pedirle permiso a la cucaracha más chica (porque si te toca la más grande, directamente te manda a la cama sin cena).

Vaya sorpresa, después de recorrerlo, nos miramos y supimos que al fin habíamos encontrado lo que necesitábamos.

Hecha la elección, firmado el contrato y decidida la fecha para la mudanza, se hizo necesario notificar la novedad a parientes y amigos. Fiel a esa aversión visceral a las solemnidades que me caracteriza, se me ocurrió que una buena manera de hacerlo sería enviando parodias de participaciones de casamiento. De manera que me senté frente a la máquina de escribir (¿a qué viene esa sonrisita socarrona?, claro, ahora con una PC y una impresora, cualquiera se hace el diseñador gráfico, ¿no?) y pergeñé un prototipo en el que, debajo del nombre y apellido de los tres, se leía:
"participan a Ud(s). el inicio de su vida en común y comunican su nuevo domicilio unificado, sito en ..."

Se lo mostré a Marcela y a Ariel y les pareció simpático, así que me encargaron unas cuantas fotocopias para repartir entre sus conocidos. Eso sí, cuando les comenté mi idea de agregar, al final del texto, la frase "los novios saludarán en el patio", la sugerencia fue injuriosamente desestimada con una agresiva catarata de arteros vilipendios. Una verdadera pena.

Primero se mudaron Marcela y Ariel. Una semana después, lo hice yo. Es una manera de decir; lo único que hice una semana después fue llevar a la casa nueva los escasos seis o siete bártulos de mi propiedad que aún no estaban en la casa de Marcela.

Habrá que reconocer que el inicio de nuestra vida en común estuvo lejos de toda formalidad, espectacularidad y/o glamour. Mi arribo al flamante hogar se produjo en un taxi-flete destartalado, justo en un momento en que Marcela se había ido al supermercado. Entre el fletero, Ariel y yo bajamos las cosas y las entramos a la casa (bueno, en realidad, Ariel ayudó a entrar el organito electrónico Yamaha y después lo perdí de vista). En menos de quince minutos, la tarea estuvo concluida, de modo que cuando Marcela volvió de hacer las compras, se encontró con que yo ya estaba cómodamente instalado.

La verdad, un okupa no lo hubiese hecho mejor.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Una familia tipo (tipo ensamblada...) (2da parte)

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