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martes, 12 de octubre de 2010

10- De la cigüeña al Kama-Sutra

Mi amiga Lorena es actriz y, por lo tanto, dueña de una excelente relación con su cuerpo. Para mi gran asombro, una de las primeras cosas que hizo cuando supo que la mujer con la que había empezado a salir tenía un hijo, fue preguntarme si yo me sentía preparado para afrontar la educación sexual de un chico.

-No es que desconfíe de tus cualidades intelectuales- se atajó, seguramente para defenderse de la extrañeza de mi mirada. -No desconfío ni de tu amplitud sobre el tema, ni de tu capacidad para transmitir información, ni de tu claridad conceptual.

De inmediato, reconocí en esa enumeración de virtudes uno de esos complacientes artilugios retóricos que las personas suelen utilizar como prólogo a una enumeración análoga, pero de defectos.

-¿Y entonces?- pregunté temeroso.

-Justamente, ahí esta la cuestión. Que todo lo que acabo de rescatar de vos son cualidades intelectuales, y me parece genial que las tengas. Pero el sexo no es algo intelectual; no alcanza con explicar conceptos, ni con brindar un marco ético, ni con suministrarle al chico una ideología sexual sin rigideces.

-¿Ah, no?- pregunté, sin atreverme a reconocer frente a ella: 1) que siempre había pensado que sí alcanzaba; 2) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba, sino que además siempre había pensado que era lo ideal; 3) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba y que era lo ideal, sino que además hasta sentía latir dentro de mí cierto orgullo anticipado al imaginarme actuando de ese modo cuando la situación lo exigiese.

-No, no alcanza- prosiguió Lorena, barriendo de un plumazo mi orgullo preadquirido. -El sexo es, antes que nada, algo que tiene que ver con el cuerpo. Y vos, como todo intelectual, tenés una pésima relación con tu cuerpo.

Si bien aún no lograba captar cabalmente hacia dónde apuntaba mi amiga, resultaba imposible refutarla. Mis escasas habilidades para el deporte, mi hilarante ineptitud para la danza y lo descangallado de mi andar son notorios hasta para el menos perceptivo de los mortales. Si Lorena estaba en lo cierto y la eficaz educación sexual de un niño dependía de la buena relación que el padre tuviese con su propio cuerpo, entonces conmigo Ariel estaba frito: el chico me iba a salir hermafrodita, sadomasoquista, o fetichista de los bonsai.

-Lo que quiero decir- culminó mi amiga- es que no me gustaría que tu hijo creciera tomando al sexo como una entelequia, una construcción mental. Tenés que educarlo de forma tal que pueda vivirlo con naturalidad. Enseñarle con el cuerpo, por así decirlo. ¿Vas a poder hacer eso?

Más por amor propio que por auténtica convicción, respondí afirmativamente, enfáticamente, terminantemente, indubitablemente. Casi diría que con tono de ofendido. Pero lo cierto es que la aparente seguridad que emanaba de mi respuesta tenía frágiles pies de barro.

Por suerte, cuando mi vida se cruzó con la de Ariel, él ya sabía perfectamente, de boca de su madre, que lo de la cigüeña era un mito inconsistente y estaba en conocimiento, al menos en su versión básica, de la historia de la semillita de papá en la panza de mamá. Ya era algo, y que no les parezca poco. Pero, para qué negarlo, las palabras de mi amiga habían asestado un duro golpe a mis presuntas certezas sobre la cuestión (sobre mi capacidad docente, digo; no sobre la veracidad de la historia de la semillita). Implacable como un misil teledirigido, su insidiosa preguntita final -"¿vas a poder hacer eso?"- me perseguía para sacudirme cada vez que yo intuía cercano el momento de tener con Ariel una charla esclarecedora sobre el tema. O sea, cuando se hiciera necesario explicar con lujo de detalles en qué circunstancias era que llegaba la semillita de papá a la panza de mamá. Y eso sin contar, claro, un subtema de importancia no menor, a saber: cómo hacer para que la semillita de papá no llegue a la panza de mamá.

Yo estimaba que dicho momento no podía demorarse demasiado, sobre todo teniendo en cuenta las toneladas de alusiones sexuales que la televisión vertía en la cabecita de Ariel, aun en el megaviolado "horario de protección al menor". Debo confesar que el tenor de lo que se veía habitualmente en la pantalla me intimidaba bastante. No era para menos: recordaba las palabras de Lorena y pensaba: ¿cómo diablos iba yo a dar explicaciones "con el cuerpo" si a Ariel se le daba por preguntar, por ejemplo, acerca de los travestis?

Aún tengo fresco el recuerdo de una tarde en que estábamos juntos viendo las Tortugas Ninja (y bueno, la paternidad es un sacerdocio...). En medio de una tanda publicitaria, pasaron la propaganda de la película prevista para las 10 de la noche: "Nueve semanas y media". El anuncio incluía el nada sutil eslógan "la película más caliente de todos los tiempos", frase convenientemente disparada, claro, mientras se la veía a Kim Basinger iniciando su famoso strip-tease. Espié de reojo a Ariel para ver cómo reaccionaba. Lejos de descubrir en él una actitud de asombro, un atisbo de pudor mancillado, me topé con un comentario tan sereno como concluyente: "Qué buena que está esta mina, ¿no?".

En fin... pensar que, a su edad, las únicas mujeres sin ropa que yo había visto eran la Maja Desnuda de Goya y la Venus de Botticelli... (y encima, no eran mi tipo).

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la cigüeña al Kama-Sutra (2da parte)

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