CRÓNICA POR ENTREGAS

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martes, 17 de agosto de 2010

1- La madre del nenito

Evidentemente, algo en mi educación sexual debe haber fallado.


Entre las pudorosas explicaciones familiares que pulverizaron sin piedad la teoría de la cigüeña, entre las precisiones aritméticas del método Billings aprendidas en las clases de Biología calculadora en mano, entre esos comentarios fantasiosos de los mayores acerca de sus andanzas amorosas, entre las placenteras lecciones de anatomía proporcionadas por tantas revistas clandestinas, deben haber quedado resquicios que nadie supo cubrir, y que generaron en mi formación una laguna -un océano- de considerables dimensiones.

¿Cómo puede ser que nadie me haya explicado nunca que se podía llegar a ser padre de un niño sin haber tenido relaciones con la madre del engendro?

Fíjense, sino, mi caso.

El viernes 14 de julio de 1983, exactamente a las 14.14 hs. y a unos 190 kilómetros del lugar donde transcurría mi existencia, llegó al mundo un bebé llamado Ariel, es decir, el sujeto al que he contribuido a criar y educar durante buena parte de mi vida. Sin embargo, yo me enteré del nacimiento de este bebé... siete años después. Lo cual tiene su lógica, ya que aquel remoto 14 de julio yo no conocía a la joven madre del pequeño ni siquiera de nombre. Es más, tampoco sé qué diablos estuve haciendo con mi vida ese histórico día. La única actividad personal de esa época que tengo debidamente documentada es haber rendido un examen en la Facultad tres días antes, por lo que supongo que aquel viernes 14 debo haberme hallado en pleno plan de descanso y vacaciones. Dicho de otra forma: mientras la madre del pequeño, entre jadeos y dolores, remontaba centurias para insultar a Eva por haber generado con su desobediencia aquello de "parirás tus hijos con dolor", mientras mi futuro hijo berreaba a llanto pelado su primera disconformidad contra el mundo que lo estaba recibiendo, lo más probable es que yo haya estado cómodamente instalado en mi cama, durmiendo la siesta a pata suelta.

Por aquel entonces, yo tenía 18 años y pensaba -en realidad aún hoy lo pienso- que una buena edad para casarse son los 28. De manera que cuando me daba por embarcarme en ejercicios de futurología personal, me veía a mí mismo siendo padre alrededor de los 30. Es la edad -supone uno cuando tiene 18- en que uno se ha convertido ya en un hombre serio y responsable, que sabe de la vida todo lo que tiene que saber (presunción ésta, claro, que empieza a tambalear apenas uno se arrima a los 29, se hace añicos cuando cumple 30 y provoca mordaces carcajadas de autocompasión a partir de los 31). No obstante, ya ven, la vida suele desbaratar hasta las previsiones más sólidas: fui padre a los 18.

Por supuesto, durante casi siete años viví sin ser consciente de mi paternidad. Algunos (empezando por mi señora) dirán que me perdí los mejores años, ésos en que cada monería, cada gesto, cada minúscula evolución en el complejo aprendizaje de la vida, conmueve hasta al más recio de los hombres. Otros, en cambio (empezando por mi señora) considerarán que me salvé de los peores años, ésos en que cada línea de fiebre implica una corrida al médico y cada llanto nocturno conduce a un insomnio irreversible. Lo cierto es que, por un lado, cada vez que veo fotos de Ariel cuando tenía un año, no puedo dejar de experimentar cierta desazón retroactiva, cierta impotencia por no haber podido alzarlo, por no haber estado presente para escuchar sus primeros balbuceos. Por otro lado, cuando veo a mis amigos pateándose las ojeras provocadas por una mala noche de su bebé, o abandonando presurosos una reunión ante la incontrolable inconducta de sus vástagos, no puedo evitar sentir un considerable grado de alivio. Eso sí, debidamente matizado por una insidiosa carga de culpa; no vayan a pensar que soy un insensible.

Tal vez podríamos convenir que mi "embarazo" comenzó a gestarse la primera vez que escuché hablar de Ariel. Eso ocurrió una calurosa tarde de octubre de 1989, en casa de mi amiga Verónica, quien aquella vez me refirió la siguiente historia. La noche anterior se había encontrado casualmente con Marcela, una coterránea suya, amiga de la infancia y compañera de colegio, a la que no veía desde hacía seis años. Como no podía ser de otra manera, se habían ido a tomar una cerveza para ponerse al día con los sucesos acontecidos en sus respectivas vidas. Por cierto que las novedades referidas a Marcela no eran pocas: no sólo se había casado, sino que además había tenido un hijo, se había separado y, en busca de nuevos aires, se había venido a vivir a la ciudad (todo eso, en el módico período de un trienio). Según me lo confesó la propia Verónica, fue muy escaso lo que ella pudo aportar a la charla. Y era lógico: al lado de esta impactante suma de peripecias existenciales, su vida revelaba menos sobresaltos que la rutina de una monja de clausura.

Desde esa ocasión, Verónica y Marcela comenzaron a verse con cierta frecuencia. Mi amiga solía contarme detalles acerca de esos encuentros y, temiendo quizás que yo no recordara a quién se estaba refiriendo, en su afán de ser lo más explícita posible acostumbraba llamar a Marcela "la madre del nenito".

"Hoy la vi a Marcela, mi amiga, la madre del nenito, ¿te acordás?".


O "La que sabe mucho de plantas es Marcela, mi amiga, la madre del nenito".


O "¿Sabés con quién nos escondíamos a fumar, allá en mi pueblo? Con Marcela, la madre del nenito".


Y así, ad infinitum.


Pues bien, ocurrió que a fines de ese año, conocí a Marcela.



CONTINUARÁ

Próximo capítulo: La madre del nenito (2da parte)

3 comentarios:

  1. Siendo las 21:15 hs. ya estoy esperando al jueves para ver como sigue!!!!!!! Master!

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  2. Viste esas personas que te sacan sonrisas enormes al plantarte la vida con lo mejor del idioma? Si no, mirate al espejo. Muy bueno, che. Hasta el jueves!

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  3. Eh, Alfredo. Creo que estoy enredado en esta historia... Tengo la memoria más leve que una pluma. Avisame que te sigo

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