CRÓNICA POR ENTREGAS

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jueves, 19 de agosto de 2010

La madre del nenito (2da parte)


Fui a casa de Verónica en busca de un libro que necesitaba para un examen y allí estaban las dos, tomando mate. Mi amiga nos presentó (diciendo, obviamente, "esta es Marcela, la madre del nenito") y yo, luego del saludo de rigor, solté un comentario que pretendió ser ingenioso y simpático, pero al parecer no cumplió su cometido. Marcela se sonrió levemente y se limitó a ofrecerme un mate, no sé si por cortesía o con la intención de que dejara de decir estupideces. Convengamos una cosa: mi apariencia para la ocasión distaba de ser atractiva. Más aún, distaba bastante de ser siquiera correcta. Más aún, daba lugar a equívocas suposiciones sobre mi grado habitual de pulcritud. Dicho en diáfanas palabras, mi apariencia era sencillamente deplorable: hacía once días que no me afeitaba, llevaba encima una remera gastada, un short deshilachado y unas ojotas con las tiras rajadas del lado visible. O sea: tenía puesto mi uniforme de estudio. Que es como decir que yo era en ese momento el manual viviente de todo lo que un dandy jamás debe mostrar en público.


Me retiré con el libro cinco minutos después, sin haber advertido en la madre del nenito gran excitación por haberme conocido, pero también con la íntima certeza de que algún día la iba a invitar a ir al cine.

Nos volvimos a encontrar un par de meses más tarde, otra vez en casa de Verónica, en ocasión del cumpleaños de mi amiga. La reunión, que pasó a la historia como la fiesta de cumpleaños más larga de la que haya participado en toda mi vida (empezó a las nueve de la noche y terminó a las nueve de la mañana siguiente) se desarrolló en el dormitorio, una habitación de 4 x 4 que, aún así, era la más amplia que había, de manera que hubo que improvisar una miscelánea de sillas, reposeras y camas tiradas contra la pared para que hubiera lugar para todos los asistentes a la fiesta: veinte adultos, cuatro niños -entre los cuales no estaba Ariel- y un perro salchicha, propiedad de la dueña de casa. A diferencia de otras reuniones donde reinan la cerveza y el vino, esa vez un amigo de Verónica tuvo la ocurrencia de preparar sangría, de modo que esa fue la bebida oficial de la noche. Todo transcurrió en forma muy divertida; charlamos, tomamos sangría, comimos, tomamos sangría, cantamos, tomamos sangría, contamos cuentos, tomamos sangría. Incluso, después de la medianoche, y a pesar de que casi no había lugar para moverse, se largó el baile y luego de bailar, para recuperarnos, tomamos sangría.

La madre del nenito se sentó exactamente en el costado opuesto al mío (meses después, me confesó que había rehuido mi presencia en forma deliberada, pensando que yo era un tipo incorregiblemente aburrido) de manera que no fue mucho lo que pudimos charlar en un primer momento. Pero a la hora de la música, la saqué a bailar. Bastaron dos o tres movimientos de mi parte -de esos que ciertas malas lenguas que me han visto hacerlo suelen calificar de epilépticos- para que Marcela comprobara de manera inequívoca y brutal, de una vez y para siempre, mi innata inhabilidad para la danza (ineptitud ésta, dicho sea de paso, sólo superada en vastedad por mi descomunal torpeza en el ámbito culinario). Supongo que si en ningún momento atinó a reirse de mis sacudidas de hipopótamo en trance de electrocución, fue sólo por una elemental noción de diplomacia.

Ya entrada la madrugada, algunos empezaron a retirarse y otros, un poco por efecto del sueño y otro poco por efecto del alcohol, fueron cayendo (literalmente) y se echaron a dormir sobre las camas o directamente sobre el suelo. Los que sobrevivimos a la sangría, nos dispusimos a esperar el amanecer tomando mate. Pero de los ocho que quedábamos -cuatro varones y cuatro mujeres- había tres parejas recién formadas o en incipiente formación, por lo que cada una de ellas se desentendió autistamente del resto. En medio de ese escenario fellinesco de parejas charlando a media voz, niños durmiendo en las camas rodeados por envoltorios de regalos, borrachos escuchando música o desmayados en el suelo, me dí cuenta de que los únicos en toda la casa que no estábamos haciendo nada en particular éramos Marcela y yo. De modo que me acerqué a ella, me senté a su lado y así comenzó nuestra primera charla. Mate va, mate viene, hablamos desde las cuatro hasta las siete de la mañana, aproximadamente.

Imposible enumerar todos los temas de conversación que fuimos tratando al correr de las horas. Lo cierto es que, en algún momento de la madrugada, me enteré de que el famoso nenito se llamaba Ariel y de que no era el casi-bebé que yo me había imaginado, pues ya contaba con la respetable edad de 6 años.

Fue la primera vez que me hablaron del que iba a ser mi hijo.


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El día que conocí a mi hijo

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