CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

martes, 31 de agosto de 2010

3- El señor que sale con mamá

Por una cuestión de prudencia elemental, y dado que mi relación con Marcela se hallaba apenas en sus tramos iniciales, hubo un tácito acuerdo entre ambos para no involucrar a Ariel en nuestros asuntos sentimentales. Después de todo -y esto no era tácito sino bien explícito- ni ella tenía intenciones de reinicidir en una relación profunda y estable después de su fracaso matrimonial, ni yo me creía todavía en condiciones de formar una familia (es apropiado recordar que me faltaban tres años para los 28 que mi pretendida sabiduría consideraba ideales para tal fin). De modo que en esos primeros tiempos, nos encontrábamos en plazas, esquinas o bares. Yo prácticamente no pisaba su casa para no complicar las cosas.

Sin embargo, las cosas a veces se complican solas, sobre todo si hay niños de por medio.

Para justificar sus salidas nocturnas cada vez más frecuentes, Marcela apeló en principio a una mentira piadosa: le decía a Ariel que se encontraba con alguna amiga o con alguna compañera de trabajo. Como se verá, temiendo una posible reacción de celos por parte de su hijo, Marcela había borrado todo indicio de presencia masculina en esta versión de la historia. Si bien la excusa funcionó un par de veces, al poco tiempo esa misma ausencia de hombres se volvió en su contra. Quizás influido negativamente por la tenebrosa grandilocuencia de los noticieros de TV, Ariel empezó a reclamarle que no saliera tanto de noche. Según le explicó, visiblemente preocupado, tenía miedo de que le pasara algo malo por andar sola en la calle. Para calmar su angustia, Marcela le aclaró que ella nunca andaba sola pues sus amigas la acompañaban siempre. Pero Ariel, en un arranque de machismo precoz, le informó a su madre que el hecho de que saliera acompañada por otra mujer no le brindaba a él ninguna garantía.

Como la preocupación de Ariel no cedía, Marcela decidió blanquear la situación. Así fue como, en oportunidad de la salida siguiente, le formuló al niño un anuncio que ella supuso escalofriante: "Voy a ir al cine con un señor". Según su propio testimonio, hubo a continuación un silencio terrible durante el cual pensó que su hijo habría de desencadenar un escándalo de proporciones cataclísmicas. Sugestionada por la jauría de culpas que se agolpaba en su conciencia reclamando el cobro de intereses usurarios, imaginó que Ariel le reprocharía quizás un supuesto abandono o una embozada intención de reemplazar a su padre por un perfecto desconocido. Ariel, sin embargo, puso su mejor cara de tipo que está de vuelta de unas cuantas cosas y se despachó con un comentario impregnado de suficiencia intelectual: "Me lo imaginaba...".

Lo curioso y gracioso fue que, de inmediato, y puesto a develar el misterio del "señor-que-sale-con-mamá" las presunciones recayeron sobre un compañero de trabajo de Marcela llamado Luis que, al igual que yo, sólo aparecía por su casa de vez en cuando. Vaya uno a saber por qué depositó Ariel sus sospechas en él y no en mí. Lo cierto es que cuando Marcela me refirió muy divertida el episodio, adquirí de manera brutal la certeza de que, frente a los ojos del pequeño Ariel, yo no tenía categoría de "señor".

(Y sí, Ariel siempre ha sido un tipo muy lúcido).


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El señor que sale con mamá (2da parte)

jueves, 26 de agosto de 2010

El día que conocí a mi hijo (2da parte)

Marcela me dijo que tenía previsto organizar una fiestita para su hijo y, acto seguido, me invitó a concurrir. Según me explicó, a la tarde irían sus amiguitos y a la noche los adultos, de modo que mi presencia en la casa no sería considerada sospechosa por el cumpleañero.

Acepté de buena gana. Sin embargo, apenas volví a la calle, comprendí que acababa de dar el puntapié inicial para el nacimiento, desarrollo y apogeo de una imprevista preocupación existencial: decidir qué regalarle a Ariel.


Sé que puede sonar exagerado, pero jamás he podido tolerar la decepción en los ojos de quien acaba de recibir un obsequio de mi parte. Por esa razón, la ceremonia de quitarle el envoltorio al regalo que acabo de hacer me resulta casi tan traumática como el sonido del bolillero antes de un examen, o el del torno del dentista. Tan sensibilizado a estas cuestiones estoy, que no importa cuán hábiles sean los demás a la hora de disimular su desencanto; yo lo capto igual, y sufro horrores. Ahora bien, cuando se trata de niños, el problema se agudiza hasta límites insoportables. Quizás, justamente a causa de que los niños son incapaces de disimular su desencanto. Al contrario, lo manifiestan con una transparencia brutal.


Si la cuestión hubiese consistido simplemente en determinar qué se le puede regalar a un chico que cumple 7 años, ya hubiese sido suficientemente compleja. Pero aquí se trataba de determinar qué se le puede regalar a un chico que cumple 7 años y que además: a) uno prácticamente no conoce (y viceversa); b) es el hijo de la mujer con la que uno está saliendo (y él todavía no lo sabe).

Desde ese mismo día, empecé a darle vueltas al asunto. Mi primer recurso fue apelar a la memoria emotiva de la que tanto me habla siempre Lorena, una amiga mía que estudia teatro. Me puse entonces a pensar en lo que mis padres me habían regalado cuando cumplí 7 años. Me llevó menos de un segundo comprender que era absurdo obsequiarle a Ariel un póster gigante de Titanes en el Ring. Extendí mi inventario mental a los juguetes que me gustaban en aquella época, pero el resultado de mis recuerdos fue igualmente devastador. Decididamente, caer a la fiesta llevando un muñeco de Super Hijitus hubiese sido tan grotesco como pretender caerle simpático preguntándole si le gustaba tomar Vascolet.

Por aquel entonces, tenía muy pocos amigos con hijos, Más aún, los vástagos de quienes entraban en esa exótica categoría no superaban en ningún caso los 2 años, de modo que mal podía yo pedirle consejos a ellos.

Descartada por improcedente la alternativa de consultar a la madre del interesado, comprendí que debería afrontar el problema yo solo y me fui a un local de "El autoservicio del juguete". Evidentemente, entrar a una juguetería siendo adulto poco tiene que ver con hacerlo cuando uno es un niño. Lo que en mi infancia se parecía bastante al paraíso, en aquella oportunidad se asemejó peligrosamente a un infierno. O el negocio era muy chico, o había mucha gente. Lo cierto es que había demasiadas cosas para ver pero poco espacio para moverse y verlas con detenimiento. Una empleada muy atenta se acercó hasta mí y me preguntó qué andaba buscando. Resumí el objeto de mi búsqueda diciendo "algo para un chico que cumple 7 años". Claro, si le hubiese dicho toda la verdad (es decir: que debía elegir un regalo lo suficientemente lindo como para que le gustara al chico, pero no tan lindo como para que le despertara sospechas respecto de mis intenciones para con su madre; lo suficientemente importante como para quedar bien con Marcela, pero no tan importante como para parecerme a esos agrandados que se dan el lujo de hacer regalos caros sólo para presumir con ellos ante la madre del obsequiado; y lo suficientemente adecuado como para impedir que los familiares o amigos de Marcela me criticaran, pero no tan adecuado como para permitir que alguno de ellos pudiera atribuirme inexistentes planes de convertirme en el nuevo padre de Ariel) seguramente la pobre empleada atenta habría renunciado en el acto.

La chica me mostró diferentes alternativas y luego, al verme tan patéticamente irresoluto, me dejó solo, "Tómese su tiempo, señor", me dijo. Y yo me lo tomé: después de cincuenta y tres minutos de indecisión recorriendo las góndolas, opté por un autito azul de carrera.
Obviamente, como suele sucederme en estos casos, salí del local con la certeza de que cualquier otra opción hubiese sido más adecuada.

No menos obvio fue que el sábado siguiente, cuando llegué a la fiesta, Ariel recibió su regalo con absoluta naturalidad, me lo agradeció cortésmente y luego se volvió corriendo a jugar con sus amigos, situado a años luz de la obsesión que el famoso regalo había despertado en mí.

Por las dudas, nunca, ni siquiera en las ocasiones en que lo veía jugando con él, me atreví a preguntarle qué le había parecido mi autito.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El señor que sale con mamá

martes, 24 de agosto de 2010

2- El día que conocí a mi hijo

Así como el nacimiento de Ariel había acontecido sin dejar en mí huella alguna, el momento en que nos vimos por primera vez estuvo alejado de toda grandilocuencia sentimental. No sonaron violines, no corrimos en cámara lenta a abrazarnos como en las propagandas de champú, ni incurrimos en lacrimógenos desbordes. Y era lógico: ¿cómo iba yo a saber que estaba conociendo a mi primogénito? ¿Cómo iba a saber Ariel que algún día habría de referirse a ese ignoto sujeto diciendo "mi viejo"?

Por aquellos días, Ariel era, para mí, el "nenito" de "la madre del nenito", una parte más de Marcela, un apéndice, un complemento inseparable. Una especie de efecto colateral, por decirlo de una manera un tanto brusca. Sin conocerlo, sólo sentía por él la simpatía genérica que me provocan todos los niños (bueno, casi todos) y la simpatía específica derivada de la circunstancia de ser el hijo de la chica con la que estaba empezando a salir. Una simpatía por carácter transitivo, por así decirlo. Eso en cuanto a mí respecta, claro, porque en cuanto a Ariel, yo ni siquiera gozaba frente a él de esa mínima significación afectiva: directamente, no sabía que yo existía.

El acontecimiento tuvo lugar una soleada y fría mañana de julio. Aprovechando que tenía que hacer unos trámites por la zona, decidí sorprender a Marcela con una visita fugaz. Sabía que la encontraría en su casa, porque era martes y, en aquel entonces, ese día le tocaba trabajar sólo por la tarde. Debo reconocer que, si bien logré mi objetivo de sorprenderla con mi presencia inesperada, mucho más me asombré yo cuando Marcela me dijo que Ariel estaba con ella, ya que había faltado a la escuela a causa de un catarro rebelde. La inminencia del encuentro con el chico me hundió en una sensación parecida al vértigo. Cuando uno empieza a salir con alguien, siempre resulta estresante tener que conocer a su familia. La certeza de estar siendo constantemente evaluado -mejor dicho, la posibilidad de estar siendo aplazado en dicha evaluación- logra incomodar aun a los espíritus más calmos (ni hablar, entonces, cuando se trata de espíritus neuróticos y ansiosos como el mío). Es imposible no imaginar a los padres de la chica meneando la cabeza mientras aconsejan con gravedad: "ay, nena, ese muchacho no es para vos...", o a la hermanita menor aseverando con sorna "habiendo tantos tipos copados por ahí, ¿justo te venís a enganchar este pescado?". Aquí, el costado extravagante lo constituía el hecho de que la opinión que me preocupaba era ... la del hijo de la novia.

Ariel demoró menos de un minuto en aparecer. Seguramente movido por la curiosidad, asomó su cabecita por la puerta del comedor y pidió a Marcela que le sirviera un vaso de jugo. Marcela aprovechó la ocasión para presentarnos de inmediato. De Ariel dijo "este es mi bebé"; de mí sólo dijo mi nombre, sin apelar a falsos aditamentos del estilo "un amigo".

Pensando que a Ariel le gustaría que lo tratasen como a todo un hombre, en vez de darle un beso, le tendí mi mano y él me la estrechó con cierto recelo. Luego del saludo de rigor, solté un comentario que pretendió ser ingenioso y simpático, pero al parecer no cumplió su cometido. Ariel se limitó a reiterar su deseo de tomar jugo, no sé si por auténtica sed o con la intención de que dejara de decir estupideces.

Extrañamente, nuestra primera charla versó sobre técnicas de boxeo. Empleando un tono implacablemente detractor (que imaginé aplicado a mi propia persona apenas me fuera de su casa), Ariel le comentó algo a su madre respecto de un vecinito que se había peleado con un compañero de curso, al parecer con resultado adverso. Sin que nadie me lo pidiera, tomé la posta de la crítica y di mi opinión supuestamente experta acerca de cómo debe golpearse a un adversario. Ariel se mostró vivamente interesado en el tema y yo aproveché la coyuntura para tratar de ganarme su simpatía, así que me dediqué con entusiasmo a ampliar mis conceptos iniciales con la naturalidad de quien cruza guantes con Mike Tyson en el gimnasio día por medio. Justo yo, que jamás en mi vida me he tomado a los golpes con nadie. (Confieso haber incurrido en la misma actitud de falsa suficiencia años después, cuando Ariel empezó a hacerme consultas sobre sexo en el sentido más funcional del asunto). Ariel escuchó mi discurso teórico durante el tiempo exacto en que se termina la atención que un niño de seis años le puede brindar a un adulto desconocido que no tiene nada para regalarle. Luego, vaso de jugo en mano, volvió a su cuarto a mirar televisión. Así terminó nuestro encuentro.

Minutos más tarde, antes de despedirnos, Marcela me notificó que el sábado siguiente era el cumpleaños de Ariel.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El día que conocí a mi hijo (2da parte)

jueves, 19 de agosto de 2010

La madre del nenito (2da parte)


Fui a casa de Verónica en busca de un libro que necesitaba para un examen y allí estaban las dos, tomando mate. Mi amiga nos presentó (diciendo, obviamente, "esta es Marcela, la madre del nenito") y yo, luego del saludo de rigor, solté un comentario que pretendió ser ingenioso y simpático, pero al parecer no cumplió su cometido. Marcela se sonrió levemente y se limitó a ofrecerme un mate, no sé si por cortesía o con la intención de que dejara de decir estupideces. Convengamos una cosa: mi apariencia para la ocasión distaba de ser atractiva. Más aún, distaba bastante de ser siquiera correcta. Más aún, daba lugar a equívocas suposiciones sobre mi grado habitual de pulcritud. Dicho en diáfanas palabras, mi apariencia era sencillamente deplorable: hacía once días que no me afeitaba, llevaba encima una remera gastada, un short deshilachado y unas ojotas con las tiras rajadas del lado visible. O sea: tenía puesto mi uniforme de estudio. Que es como decir que yo era en ese momento el manual viviente de todo lo que un dandy jamás debe mostrar en público.


Me retiré con el libro cinco minutos después, sin haber advertido en la madre del nenito gran excitación por haberme conocido, pero también con la íntima certeza de que algún día la iba a invitar a ir al cine.

Nos volvimos a encontrar un par de meses más tarde, otra vez en casa de Verónica, en ocasión del cumpleaños de mi amiga. La reunión, que pasó a la historia como la fiesta de cumpleaños más larga de la que haya participado en toda mi vida (empezó a las nueve de la noche y terminó a las nueve de la mañana siguiente) se desarrolló en el dormitorio, una habitación de 4 x 4 que, aún así, era la más amplia que había, de manera que hubo que improvisar una miscelánea de sillas, reposeras y camas tiradas contra la pared para que hubiera lugar para todos los asistentes a la fiesta: veinte adultos, cuatro niños -entre los cuales no estaba Ariel- y un perro salchicha, propiedad de la dueña de casa. A diferencia de otras reuniones donde reinan la cerveza y el vino, esa vez un amigo de Verónica tuvo la ocurrencia de preparar sangría, de modo que esa fue la bebida oficial de la noche. Todo transcurrió en forma muy divertida; charlamos, tomamos sangría, comimos, tomamos sangría, cantamos, tomamos sangría, contamos cuentos, tomamos sangría. Incluso, después de la medianoche, y a pesar de que casi no había lugar para moverse, se largó el baile y luego de bailar, para recuperarnos, tomamos sangría.

La madre del nenito se sentó exactamente en el costado opuesto al mío (meses después, me confesó que había rehuido mi presencia en forma deliberada, pensando que yo era un tipo incorregiblemente aburrido) de manera que no fue mucho lo que pudimos charlar en un primer momento. Pero a la hora de la música, la saqué a bailar. Bastaron dos o tres movimientos de mi parte -de esos que ciertas malas lenguas que me han visto hacerlo suelen calificar de epilépticos- para que Marcela comprobara de manera inequívoca y brutal, de una vez y para siempre, mi innata inhabilidad para la danza (ineptitud ésta, dicho sea de paso, sólo superada en vastedad por mi descomunal torpeza en el ámbito culinario). Supongo que si en ningún momento atinó a reirse de mis sacudidas de hipopótamo en trance de electrocución, fue sólo por una elemental noción de diplomacia.

Ya entrada la madrugada, algunos empezaron a retirarse y otros, un poco por efecto del sueño y otro poco por efecto del alcohol, fueron cayendo (literalmente) y se echaron a dormir sobre las camas o directamente sobre el suelo. Los que sobrevivimos a la sangría, nos dispusimos a esperar el amanecer tomando mate. Pero de los ocho que quedábamos -cuatro varones y cuatro mujeres- había tres parejas recién formadas o en incipiente formación, por lo que cada una de ellas se desentendió autistamente del resto. En medio de ese escenario fellinesco de parejas charlando a media voz, niños durmiendo en las camas rodeados por envoltorios de regalos, borrachos escuchando música o desmayados en el suelo, me dí cuenta de que los únicos en toda la casa que no estábamos haciendo nada en particular éramos Marcela y yo. De modo que me acerqué a ella, me senté a su lado y así comenzó nuestra primera charla. Mate va, mate viene, hablamos desde las cuatro hasta las siete de la mañana, aproximadamente.

Imposible enumerar todos los temas de conversación que fuimos tratando al correr de las horas. Lo cierto es que, en algún momento de la madrugada, me enteré de que el famoso nenito se llamaba Ariel y de que no era el casi-bebé que yo me había imaginado, pues ya contaba con la respetable edad de 6 años.

Fue la primera vez que me hablaron del que iba a ser mi hijo.


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El día que conocí a mi hijo

martes, 17 de agosto de 2010

1- La madre del nenito

Evidentemente, algo en mi educación sexual debe haber fallado.


Entre las pudorosas explicaciones familiares que pulverizaron sin piedad la teoría de la cigüeña, entre las precisiones aritméticas del método Billings aprendidas en las clases de Biología calculadora en mano, entre esos comentarios fantasiosos de los mayores acerca de sus andanzas amorosas, entre las placenteras lecciones de anatomía proporcionadas por tantas revistas clandestinas, deben haber quedado resquicios que nadie supo cubrir, y que generaron en mi formación una laguna -un océano- de considerables dimensiones.

¿Cómo puede ser que nadie me haya explicado nunca que se podía llegar a ser padre de un niño sin haber tenido relaciones con la madre del engendro?

Fíjense, sino, mi caso.

El viernes 14 de julio de 1983, exactamente a las 14.14 hs. y a unos 190 kilómetros del lugar donde transcurría mi existencia, llegó al mundo un bebé llamado Ariel, es decir, el sujeto al que he contribuido a criar y educar durante buena parte de mi vida. Sin embargo, yo me enteré del nacimiento de este bebé... siete años después. Lo cual tiene su lógica, ya que aquel remoto 14 de julio yo no conocía a la joven madre del pequeño ni siquiera de nombre. Es más, tampoco sé qué diablos estuve haciendo con mi vida ese histórico día. La única actividad personal de esa época que tengo debidamente documentada es haber rendido un examen en la Facultad tres días antes, por lo que supongo que aquel viernes 14 debo haberme hallado en pleno plan de descanso y vacaciones. Dicho de otra forma: mientras la madre del pequeño, entre jadeos y dolores, remontaba centurias para insultar a Eva por haber generado con su desobediencia aquello de "parirás tus hijos con dolor", mientras mi futuro hijo berreaba a llanto pelado su primera disconformidad contra el mundo que lo estaba recibiendo, lo más probable es que yo haya estado cómodamente instalado en mi cama, durmiendo la siesta a pata suelta.

Por aquel entonces, yo tenía 18 años y pensaba -en realidad aún hoy lo pienso- que una buena edad para casarse son los 28. De manera que cuando me daba por embarcarme en ejercicios de futurología personal, me veía a mí mismo siendo padre alrededor de los 30. Es la edad -supone uno cuando tiene 18- en que uno se ha convertido ya en un hombre serio y responsable, que sabe de la vida todo lo que tiene que saber (presunción ésta, claro, que empieza a tambalear apenas uno se arrima a los 29, se hace añicos cuando cumple 30 y provoca mordaces carcajadas de autocompasión a partir de los 31). No obstante, ya ven, la vida suele desbaratar hasta las previsiones más sólidas: fui padre a los 18.

Por supuesto, durante casi siete años viví sin ser consciente de mi paternidad. Algunos (empezando por mi señora) dirán que me perdí los mejores años, ésos en que cada monería, cada gesto, cada minúscula evolución en el complejo aprendizaje de la vida, conmueve hasta al más recio de los hombres. Otros, en cambio (empezando por mi señora) considerarán que me salvé de los peores años, ésos en que cada línea de fiebre implica una corrida al médico y cada llanto nocturno conduce a un insomnio irreversible. Lo cierto es que, por un lado, cada vez que veo fotos de Ariel cuando tenía un año, no puedo dejar de experimentar cierta desazón retroactiva, cierta impotencia por no haber podido alzarlo, por no haber estado presente para escuchar sus primeros balbuceos. Por otro lado, cuando veo a mis amigos pateándose las ojeras provocadas por una mala noche de su bebé, o abandonando presurosos una reunión ante la incontrolable inconducta de sus vástagos, no puedo evitar sentir un considerable grado de alivio. Eso sí, debidamente matizado por una insidiosa carga de culpa; no vayan a pensar que soy un insensible.

Tal vez podríamos convenir que mi "embarazo" comenzó a gestarse la primera vez que escuché hablar de Ariel. Eso ocurrió una calurosa tarde de octubre de 1989, en casa de mi amiga Verónica, quien aquella vez me refirió la siguiente historia. La noche anterior se había encontrado casualmente con Marcela, una coterránea suya, amiga de la infancia y compañera de colegio, a la que no veía desde hacía seis años. Como no podía ser de otra manera, se habían ido a tomar una cerveza para ponerse al día con los sucesos acontecidos en sus respectivas vidas. Por cierto que las novedades referidas a Marcela no eran pocas: no sólo se había casado, sino que además había tenido un hijo, se había separado y, en busca de nuevos aires, se había venido a vivir a la ciudad (todo eso, en el módico período de un trienio). Según me lo confesó la propia Verónica, fue muy escaso lo que ella pudo aportar a la charla. Y era lógico: al lado de esta impactante suma de peripecias existenciales, su vida revelaba menos sobresaltos que la rutina de una monja de clausura.

Desde esa ocasión, Verónica y Marcela comenzaron a verse con cierta frecuencia. Mi amiga solía contarme detalles acerca de esos encuentros y, temiendo quizás que yo no recordara a quién se estaba refiriendo, en su afán de ser lo más explícita posible acostumbraba llamar a Marcela "la madre del nenito".

"Hoy la vi a Marcela, mi amiga, la madre del nenito, ¿te acordás?".


O "La que sabe mucho de plantas es Marcela, mi amiga, la madre del nenito".


O "¿Sabés con quién nos escondíamos a fumar, allá en mi pueblo? Con Marcela, la madre del nenito".


Y así, ad infinitum.


Pues bien, ocurrió que a fines de ese año, conocí a Marcela.



CONTINUARÁ

Próximo capítulo: La madre del nenito (2da parte)